Opinión | La mirada de Lúculo
Pequeña historia de un pez discreto
El salvelino alpino, un salmónido que habita en las profundidades frías de lagos suizos, austriacos y bávaros, permanece sin domesticar como símbolo de una Europa de agua y silencio

Pequeña historia de un pez discreto / LNE
Dejando a un lado al salmón, nominado rey del río pero que remonta titánicamente distintas corrientes como un ser anádromo, mi experiencia con los pescados de agua dulce digamos no es completa aunque sí nada en curiosidad. He disfrutado ocasionalmente de buenas truchas, de algún lucio y alguna carpa que otra. Las carpas del Moldava, de la isla de Kampa, en Praga, las recuerdo más por aquel viejo restaurante de los pescadores debajo del Puente de Carlos y sus reminiscencias de otro siglo que por su impacto gastronómico. Fritas o asadas, siempre acompañadas de una ensalada de patatas, no expresaban gran cosa.
Me gustan, en cambio, las buenas truchas fritas con ese toque del jamón cuando no es un corcho rancio, y guardo admiración por la truite au bleu de los franceses, hervida en un caldo corto, y por esa especie de milagro del color que propone a la vista del comensal. Hasta no hace mucho tiempo una manera tradicional de mostrarla al cliente en las casas de comida era viva y coleando en un cubo con agua. La trucha no se debe comer en bleu, si antes no se ha visto al pez vivo. Si está muerta cuando se introduce en el caldo corto (court bouillon), parece ser, no se vuelve azul. Le aprietan las branquias, un simple destello de la hoja del cuchillo, tripas fuera, acto seguido se retuerce agónicamente en el caldo corto hirviendo y se acabó. Entonces hay que fijarse en la contracción. Una falsa truite au bleu jamás se arquea. Se trata de una crueldad gastronómica más. Las truchas azules suelen cocinarse entre siete y diez minutos, según tamaño, en un caldo aromatizado con vinagre de manzana, hierbas frescas, hinojo, eneldo, laurel, cebollas y zanahorias. Ese caldo ha cocido durante aproximadamente una hora, más tarde se agregan granos de pimienta negra. Las truchas se sirven caliente con mantequilla derretida por encima y una picada de perejil.
También está el caso del salvelino alpino, que habita en las profundidades frías de lagos suizos, austriacos y bávaros, tan discretos como él mismo, donde el oxígeno abunda y las aguas no admiten encogimientos o tibieza. Se mueve poco, crece despacio, y se pesca con dificultad. Es uno de los escasos peces que no se ha dejado domesticar por la industria. Quizás por eso cuesta encontrarlo fuera de su territorio. Pero ahí sigue, entre las rocas sumergidas de un lago que amanece entre brumas. Discreto y perfecto. Aunque emparentado con el salmón por su característica anádroma no compite en exotismo ni en músculo con los grandes peces migratorios. No se le ve saltar ríos ni adornar menús de gala, pero quien ha probado un filete de salvelino recién sacado del agua, braseado suavemente en mantequilla avellanada, con unas escamas de flor de sal y el contrapunto de una copa de un buen riesling, es capaz de entender que también puede existir una realeza sin corona. Su carne es blanca, tersa, de sabor limpio y sutilmente dulzón. La textura recuerda a la de una trucha mimada, pero sin ese regusto terroso que a veces traiciona a los salmónidos más comunes.
Dependiendo de su ubicación adquiere distintos nombres: corégono, féra, en Saboya, y felchen, en la Suiza germanohablante. En Zúrich, se sirve ahumado en frío, con eneldo, mostaza dulce y pan negro. En la austriaca Bregenz, al lado del Constanza o Bodensee, se cocina en papillote, con tomillo, distintas hierbas alpinas y limón. Y en Lausana, en una meunière. Los cocineros locales recomiendan prepararlo con mantequilla avellanada y almendras, receta que fue popularizada en el siglo XIX cuando la ciudad se convirtió en destino del Grand Tour. Los viajeros ingleses, fascinados por la pureza del pescado, lo comparaban con el whitefish de sus lagos escoceses, aunque reconocían en el salvelino un refinamiento superior. En cuanto al bodenseefelchen, los cronistas viajeros del siglo XVIII de ruta por las inmediaciones del lago Constanza, como el barón de Riesch, lo mencionan como un alimento democrático de las riberas, capaz de saciar tanto el hambre del campesino como el apetito del aristócrata. Se encontraba entre las preferencias del emperador Francisco José de Austria, que lo solía comer, tengo leído, en sus estancias estivales en Bad Ischl, donde los cocineros imperiales lo presentaban envuelto en papillote, con limón traído expresamente de Nápoles.
El salvelino no solo fue desde los inicios un producto gastronómico. Representó también un vínculo económico y social. Los mercados lacustres unían ciudades y aldeas en torno al comercio de pescado fresco, transportado en barcas de remos y conservado con nieve de los glaciares. Esa red de intercambio contribuyó a definir una cultura culinaria que sobrevivió incluso a las fronteras políticas. Quien emprenda viaje por los lagos alpinos puede seguir probando el salvelino en versiones que condensan la memoria de cada región. En Lausana, los chefs lo elevan a categoría de plato de autor, mientras que en pequeñas posadas del Tesino se sirve simplemente frito con manteca y hierbas de montaña. En los Alpes bávaros, los pescadores aún celebran en septiembre la Felchenfest, donde el pescado se cocina al aire libre y se acompaña de música popular.
Viajar tras el salvelino alpino es recorrer una Europa de agua y silencio. No se trata de un pez ostentoso ni de un símbolo turístico explotado, sino de un tesoro discreto, heredado de la paciencia de los lagos y de los lugareños que los habitan. Su sabor melancólico encierra la memoria de barcas de madera, redes tendidas al alba y cocinas donde aún impera la mantequilla dorada.
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