Opinión
Agenda 2030: y después, ¿qué?
Juan Ponte es director general de Agenda 2030
Hace una década, la comunidad internacional aprobó la Agenda 2030. El acuerdo fue firmado por 193 países y respaldado por la academia, el sector privado y la sociedad civil organizada. Se convirtió así en el plan de acción más amplio acordado hasta la fecha en la historia de la humanidad. La Agenda 2030 nació como un compromiso común para enfrentar las grandes desigualdades sociales, frenar el deterioro ambiental y hacerlo en un marco de paz y cooperación. Diez años después, el balance es necesariamente ambivalente. Los objetivos de desarrollo sostenible han sido una brújula muy útil y la Agenda 2030 ha consolidado un lenguaje compartido que permite a instituciones y movimientos sociales articular sus demandas en torno a metas e indicadores de justicia global que son claros y contrastables. Pero la realidad avanza de forma contradictoria y con más lentitud de la que la urgencia climática y social exige.
La pandemia, las guerras y las crisis económicas han puesto de manifiesto la fragilidad de los compromisos alcanzados. Asistimos al horror de un genocidio perpetrado por el Estado etnocrático de Israel en Gaza, que supera las 67.000 personas asesinadas. La observancia del derecho internacional es sustituida por un realismo político para el que la fuerza es el único criterio decisorio en la relación entre estados. Y la urgente transición ecológica choca con las inercias propias de un sistema económico que prioriza los beneficios de unos pocos antes que la inversión en infraestructuras y servicios que mejoren la vida de la mayoría: actualmente, el 1% más rico del mundo acumula el 42% de la riqueza general.
Es evidente que falta mucho camino por recorrer. Pero ante este hecho caben dos opciones: aprovechar las contradicciones para deslegitimar la Agenda, o emplearla como una hoja de ruta para combatir las injusticias. Quienes hoy insisten en que la Agenda 2030 es muy ambiciosa son los herederos de quienes en la década de los 50 se oponían a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. ¿Acaso no será porque asumen las coordenadas ideológicas que justifican las desigualdades imperantes?
Pero la Agenda 2030 no es un catálogo de buenas intenciones, sino una herramienta estratégica de planificación basada en la prosperidad de todas las personas y el cuidado del planeta. Por eso molesta a algunos sectores: porque es un llamamiento a la transformación social para que nadie quede atrás.
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