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Opinión

Huerna

La protesta contra el peaje del Huerna se extiende y con ella parece crecer la obstinación del ministro de Transportes, una pieza nombrada por Sánchez para oponerse a cualquier oposición antes que para gestionar debidamente lo que figura en su cartera. Este peaje, que pudiera parecer un asunto menor, se ha convertido en un símbolo irritante para Asturias que con la tarifa está pagando la factura del olvido y que ve cómo en otras comunidades este tipo de cargas no existen. No hay lógica del Tesoro ni inercia burocrática que justifiquen un tributo que la propia UE ha considerado ilegal.

La llama ha prendido en el Noroeste y por fin los asturianos parece como si nos hubiésemos puesto de acuerdo en algo, y así se ha dejado entrever en la pasada manifestación. Barbón, atrapado entre la lealtad institucional y el clamor de Asturias, juega esta vez una partida delicada. Sabe que enfrentarse abiertamente a su propio ministro lo situaría en la cuerda floja dentro del partido, pero también que el silencio o la ambigüedad lo condenan ante su electorado. En ese equilibrio imposible puede acabar como cómplice de lo que en realidad padece.

Si yo no fuera la clase de escéptico que soy me apresuraría a aplaudir el inicio por fin de un consenso en una sociedad que se siente abrumada por la injusticia, pero me temo que el Gobierno del Principado más que concernido por ella se ha visto arrastrado a secundar las movilizaciones. Ante una cuestión indudablemente mayor –la financiación catalana a la carta–, el peaje del partido o de la secta, permítanme el juego de palabras, se acabó finalmente imponiendo a la carga emocional que supone sumarse a cualquier movilización legítima. El Huerna refleja la distancia entre el discurso y la realidad, las proclamas de cohesión territorial y las decisiones que la contradicen.

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