Opinión
¡Vamos a presumir de artistas!
Una ciudad abierta al arte
Desde siempre estuve enamorado de París como si en vez de una ciudad se tratase de una mujer. Soy feliz callejeandola, o tomando un café en una de sus terrazas controlando de paso al personal. Y debido a mi vicio librero y escasez dineraria, revolviendo en las librerías de viejo de Saint Michel esquina Saint Germain, o en los bouquinistas del Sena. Y allí, de pronto, caí en la cuenta.
Casi todos los avances en la vida suceden del mismo modo: por casualidad y fijándose. Serían las seis de la tarde; era jueves. Ojeaba un ejemplar de "¿Arde París?" en bastante buen estado en una librería de Saint André des Arts. Aquella mañana había disfrutado como qué viendo a los Impresionistas –mi pintura favorita– en el Museo de Orsay. Recordé que el martes había hecho lo mismo, tomar un café en una de las terrazas de Porlier, curioseado libros usados y pegarme una buena fartura de pintura en el Museo de Bellas Artes. Pero en Oviedo, no en París. Todo lo demás vino por añadidura: los edificios modernistas, los buenos parques, las jardineras de fierro con aspecto de catafalcos para gatos, los anuncios en las calles, los quioscos –de la misma empresa en París que en Oviedo–, las tiendas de ropa, las joyerías, las calles peatonales, la Universidad, y la historia; galos y astures, la llegada de Roma, ambas habían sido capitales de un reino, Napoleón, los Borbones...
Entonces, aparte del tamaño, ¿qué diferenciaba a París del Oviedo coqueto con el que tanta similitud había? La respuesta fue muy fácil: la explotación y divulgación del arte. Todos los artistas, pintores, escultores, músicos, escritores, poetas, habían pasado por París. En cualquier esquina uno podía encontrarse con un cuarteto de jazz, o una violinista, o un pintor con su caballete y su obra. Las calles de París rezumaban arte, cultura. Creadores que llenaban la ciudad de color. Una actividad que al Ayuntamiento parisino no le costaba un euro. Y en locales dignos, los autores encumbrados mostraban sus trabajos. Esa era la famosa luz de París.
Recordé que en Oviedo había Conservatorio de Música, Escuela de Artes, Academias de Danza, Salas de exposiciones, Teatros, librerías, y preciosas calles peatonales donde cualquier joven o adulto formado podía divulgar su arte y llenar la ciudad de goce. Pero curiosamente, salvo las librerías, que tenían predicamento, y el Museo de Bellas Artes, y una chica que tocaba el contrabajo de vez en cuando en la Calle Doctor Casal, no había más. Todo ese caudal de belleza al alcance de la mano no se aprovechaba. En París el arte brillaba, en Oviedo –salvo la ópera– lo escondían. Y existía. Días atrás, en el Museo de Bellas Artes, dentro de la Noche Blanca, Gil Morán había hecho nacer una de sus creaciones en una actuación memorable pasando su energía vital de karateca al lienzo. Iván Quesada, Hugo Fontela, Sara Canteli acaban de mostrar su obra por los cuatro mares, Blanca de Nicolás, la pintora de los desnudos masculinos, el 25 de octubre –nacimiento de Picasso–, en "Postigo Abierto", la academia de danza de Elisa Novo, reuniría músicos, historiadores del arte, escritores, bailarines, rapsodas, y cuentan que incluso estaría el mismo dios Dionisos en persona, con su copa de vino para festejar la belleza de las artes.
Concretando: Oviedo sabía cultivar la hermosura del espíritu, igual que París, o quizá más, teniendo en cuenta su tamaño. Pero no lo vendía.
Esta noche tuve un sueño: Viejos Citroën Traction avant, como los que en París avisaban en junio de 1940 de la entrada negociada de las tropas alemanas, recorriendo Uría, Toreno, San Francisco, Melquíades Álvarez, La Vega, con los altavoces diciendo: "¡Oviedo, ciudad abierta al arte!" y a alumnos y expertos, músicos, pintores, bailarines, escultores, poetas, saliendo animosos de sus casas y llenando plazas, calles peatonales, librerías, claustros, palacios... Y Oviedo presumiendo de sus artistas, como París.
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