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Opinión

La serenidad del estupor

La serenidad del estupor

La serenidad del estupor / .

Esa emoción, entre el asombro y la vergüenza ajena, ha sido elevada a categoría judicial por un magistrado del Supremo que instruye la causa sobre una trama de corrupción. Pidió al Congreso una reflexión sobre el «estupor» que produce que un inculpado mantenga, sin pestañear, su escaño de diputado, como si nada ocurriera a su alrededor.

Pocas veces una sola palabra habrá descrito con tanta precisión el desajuste entre lo que dicta la justicia y lo que tolera la política. De ahí la contradicción: un diputado sometido a proceso judicial sigue votando, interviniendo, representando… y no pasa nada. El argumento jurídico es impecable; el político, en cambio, resulta indigesto, porque hablamos de ejemplaridad.

El Parlamento, con gesto hierático, lo ampara en nombre de la presunción de inocencia, como si la toga del juez no rozara nunca el tapiz del hemiciclo. El juez cerró su auto con una insólita «coda final», poco habitual en la pluma de un magistrado:

«Este instructor no es ajeno al natural estupor que produce que una persona, frente a la que gravitan tan consistentes indicios de la eventual comisión de muy graves delitos, estrechamente relacionados además con el viciado ejercicio de la función pública, pueda mantenerse, en el curso del procedimiento penal que se sigue contra él, ejerciendo a la vez las altas funciones que corresponden a un miembro del Congreso de los Diputados (entre ellas, el control de la acción del Gobierno y la aprobación de normas con rango de ley). Se trata, creo, de un buen motivo para la reflexión».

La osadía de enunciar la palabra actuó como un fogonazo que sintetiza la perplejidad ciudadana, levantando una polvareda en la guerra latente –cada vez más visible– entre los poderes del Estado y generando reproches desde las filas socialistas: «El papel del Poder Judicial es cumplir las leyes, no opinar sobre ellas».

La polvareda no es un mero episodio retórico. Es el reflejo de un choque estructural. El Supremo emite mensajes velados en sus resoluciones o declaraciones; el Congreso responde con reformas legales que condicionan la acción judicial. Ambos se reprochan invasiones de competencias, mientras la ciudadanía contempla el espectáculo con una mezcla de fatiga y desafecto.

El Poder Judicial reclama un terreno de juego limpio: que los acusados no legislen mientras son juzgados. El Legislativo, por su parte, se resiste: teme abrir una puerta que permita a los jueces intervenir en la vida parlamentaria. Y así se perpetúa la desconfianza mutua. En un Estado de Derecho, el Poder Judicial debe supervisar al Ejecutivo.

La «reflexión» del juez no hablaba de pérdida del acta, sino de suspensión del ejercicio de las funciones parlamentarias en determinados supuestos. Algo que ya contempla el Reglamento del Congreso: suspender en sus derechos y deberes a un parlamentario procesado y en prisión provisional. Además, el artículo 4.2 del Código Penal faculta a los jueces a sugerir reformas legales, sin que ello pueda considerarse una intromisión. No hay ocurrencia, ni ilegalidad, ni motivo de recusación.

El Congreso se ampara en la Constitución. Y lo hace con razón: la presunción de inocencia no admite atajos, y mientras no haya condena firme, ningún diputado pierde sus derechos. Pero el Supremo recuerda algo que va más allá de la letra constitucional: la necesidad de preservar la ejemplaridad de las instituciones. Ahí se abre la grieta: cuando la garantía se convierte en refugio y la inmunidad se confunde con impunidad.

Lo que para el Supremo es anomalía institucional, para la Cámara Baja es un gesto de soberanía. La aritmética parlamentaria convierte cada voto en oro, y ningún partido está dispuesto a sacrificarlo por razones éticas si con ello pone en riesgo una mayoría precaria.

En otros países europeos, el listón es más exigente. Basta una acusación grave para que los partidos sugieran o impongan la retirada. Aquí, en cambio, las matemáticas pesan más que la ética pública. Lo que debería ser una excepción –el parlamentario sometido a la justicia– se convierte en paisaje habitual.

La cuestión de fondo es inevitable: ¿qué precio tiene la inmunidad parlamentaria cuando se convierte en un escudo frente a la justicia? Cada vez que un diputado procesado defiende su escaño como si fuera una trinchera, la erosión no se mide en votos, sino en confianza pública.

El ciudadano se mueve entre el estupor y el escándalo. No entiende que un exministro, sobre el que pesan indicios de haberse lucrado de forma ilegal, siga moviéndose en el Congreso «como Pedro por su casa».

No es el estupor lo que erosiona la política, sino la calma con la que convive con la sospecha y la naturalidad con la que se administra.

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