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Opinión

Diálogo vacuo

Puigdemont es el prófugo reconvertido en interlocutor indispensable de esta legislatura fallida a la que Sánchez se agarrará hasta encontrar el momento conveniente para adelantar unas elecciones, si es que finalmente decide adelantarlas. La palabra diálogo ha encontrado en ella el mejor resumen de la vacuidad. El presidente del Gobierno, y su mariachi, la repiten con la misma desesperación con la que un náufrago agita los brazos al ver pasar un barco de largo. Y mientras tiende la mano al golpista errante de Waterloo, Sánchez se saca de la manga una «negociación» con Alemania para que el catalán sea considerado oficial en la Unión Europea. Es el mayor empeño de la diplomacia española de estos dos últimos años y, por encima de todo, una pirueta doméstica para ofrecer símbolos a falta de soluciones y así seguir obteniendo el respaldo del independentismo catalán de ultraderecha que encarna Junts.

Esta clase de diálogo, nadie debería engañarse, no consiste en hablar sino en aparentar un entendimiento que solo se produce desde la imposición y la necesidad. Todo es gestualidad desde el momento en que Puigdemont, en vez de dialogar, dicta sus condiciones, y Moncloa traduce los ultimátum en avances en la normalización política. A la hora de trasladarlo a la opinión pública, este subproducto se convierte en un monólogo con efectos especiales en el que el Presidente pregunta, responde y no tiene inconveniente en aplaudirse a sí mismo. Al prófugo –líder del partido con siete diputados que impone las condiciones en el Congreso de la nación– le basta con infundir confianza entre los suyos para que sus votos en Cataluña no se vayan al partido de Orriols, escorado aún más a la derecha extrema. Es una forma podrida esta de la política gestual que el Gobierno llama diálogo cuando quiere decir exclusivamente seguir en el poder. n

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