Opinión
La mirada de Lúculo: Conversación en La Biela
Borges y Bioy Casares, en sus almuerzos y encuentros en Buenos Aires, inmortalizaron la charla ilustrada, tejiendo un universo en el que literatura y realidad se confundían

Conversación en La Biela / Pablo García
En la hora de la comida no en todas las mesas provistas se come. En muchas de ellas se conversa, en otras, dependiendo de los vientos acalorados que soplen, se discute con vehemencia. Pensando en las conversaciones de los almuerzos he imaginado alguna vez a Jorge Luis Borges y a Adolfo Bioy Casares en Buenos Aires, esa ciudad que nunca termina de despertarse del todo con sus dobles, sus reflejos y sus pasadizos de tiempo donde la realidad se curva.
Bioy –tengo entendido hombre de buena mesa aunque sobrio– encontraba placer en los rituales sencillos del almuerzo porteño. No era un sibarita estridente, más bien guardaba la compostura propia de los comensales melancólicos. En las comidas prefería un buen bife ancho, una copa de vino mendocino, y el queso fresco con dulce de batata. En la literatura, como en la mesa, buscaba la claridad que ilumina el misterio. En los años cincuenta, en los cafés de la avenida Callao, una especie de segunda casa para los escritores, podía ser visto leyendo los diarios, con la calma del que aguarda por algo que no acaba de llegar. Lo veo frecuentando las confiterías con camareros de chaqueta blanca, entre la bandeja de medialunas y con el ruido del tranvía de fondo. Aguzando, al mismo tiempo, el oído, todavía se puede escuchar ese eco de porcelanas y cucharillas en los salones del Jockey Club, donde almorzaba con Borges y Silvina Ocampo, hablando de literatura, del tedio y de la inmortalidad. O en medio del olor a grano recién tostado, en La Biela, de Recoleta, donde ambos escritores pedían sin que se les notara demasiado un sandwich de jamón, un café y un agua mineral para compartir cuitas. Probablemente no solo se trataba de un simple diálogo. Era una alquimia de las palabras. Borges, con su ironía británica, y Bioy, con esa elegancia contenida, tejían entre sorbo y sorbo un universo en el que la literatura y la realidad se confundían. Hablaban de moral y de estilo, de los sueños, de las falsas erudiciones, y también, por qué no, del sabor de una empanada bien hecha o de la cortesía del camarero que sabía servir sin interrumpir la conversación. A veces se veían en El Gato Negro, cerca de la avenida Corrientes, con sus estanterías de especias y su perfume de canela. Pedían una copita de oporto, o un vermú con soda antes de la cena.
Otras veces, en la casa de los Bioy, en la avenida Quintana, donde Silvina organizaba cenas tan elegantes como enigmáticas. El menú podía incluir empanadas salteñas de repulgue perfecto, matambre enrollado con pimientos, y un postre de queso y dulce. Tengo leído que allí el mantel era el territorio de la diplomacia. Borges no comía mucho, pero escuchaba con devoción las descripciones culinarias de Bioy, que sabía apreciar un buen vino tanto como una frase bien construida. Aquellos encuentros eran banquetes de ideas más que de manjares. Hablaban de literatura inglesa, de los laberintos de Chesterton, de Macedonio Fernández, de los sueños y las pausadas repeticiones del tiempo. De vez en cuando el rumor de la ciudad —los tranvías, el bullicio de los teatros y el aroma de las parrillas en la Costanera— se colaba entre las palabras. En algún momento, quiero imaginar a Borges comentado el misterio de la milanesa a caballo como un acto de fe sobre una lámina de carne. Bioy habría sonreído. La milanesa a caballo consiste en colocar dos huevos fritos y unas patatas sobre el filete. Algunos sostienen que la tradición procede de la primitiva costumbre de, a falta de sal, secar la carne sobre el lomo sudoroso de la montura y a la altura de los huevos del jinete. Una chocarrería que, desde luego, no pasa desapercibida.
Para Bioy y Borges, comer no consistía solo en alimentarse. Era también un modo de ordenar el mundo. El asado del domingo, la pasta casera de los bodegones del Abasto, el revuelto Gramajo (patatas paja, huevo y jamón) con su historia detrás de militares y noctámbulos. Cualquier cosa podía convertirse en metáfora, en relato o en memoria. Cada plato era una estructura secreta; o mismamente un cuento por escribir. Al caer la noche, cuando la ciudad empezaba a perfumarse con los jazmines de los balcones y los primeros tangos se escapaban por las rendijas de los bares del centro, seguían conversando. La charla no se detenía. Me imagino a Borges citando a Berkeley o a Schopenhauer, y a Bioy ofreciendo respuestas sutiles. Entre ambos construyeron un territorio que ya no pertenece solo a la literatura, sino también a la memoria de Buenos Aires. Por algo quienes se sientan en La Biela, frente a los gomeros centenarios de la Plaza Francia, encuentran a los dos escritores amigos convertidos en estatuas de bronce, eternos en su mesa junto a la ventana. Todo ello encierra una misma y rica lección del palique ilustrado.
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