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Opinión

Inercia del poder

El matrimonio de conveniencia, basado en la necesidad y el cálculo, de Sánchez y Puigdemont parece romperse. La separación se ha producido cuando la factura del prófugo independentista resulta supuestamente impagable. Si la ruptura trae alguna consecuencia, además de las que ya arrastramos desde el inicio de la legislatura, se sabrá pronto. Ahora que Junts ha retirado su confianza y el Parlamento, sin mayoría, se convierte en una selva todavía más intrincada, la pregunta no es si el Gobierno caerá, sino con qué clase de legitimidad democrática puede seguir gobernando un Presidente que ya no cuenta ni con el apoyo de quienes lo auparon. La legitimidad no se decreta ni se improvisa, se sostiene en la confianza. Cuando esta se evapora, solo queda la inercia del poder. A Sánchez no lo dejarán caer; una moción de censura es por ahora un imposible. Con eso le basta y le sobra. ¿Qué no hay presupuestos del Estado ni los habrá? Da igual, se mantienen las poltronas. En vez de gobernar, el Gobierno puede seguir dedicándose con mayor empeño a oponerse a sus opositores.

Pero en realidad, todos pierden. Para empezar, el discurso de Pedro Sánchez acerca de la "utilidad del diálogo" con el independentismo se desmorona; el relato de la reconciliación se puede volver en contra cuando los que ficticiamente la simbolizaban deciden abandonarlo. Puigdemont, al romper, pierde influencia directa en Madrid, y paradójicamente en el independentismo catalán, que ya tiene en el partido ultra de Orriols un actor emergente a la derecha de Junts. El prófugo corre el riesgo de convertirse en un personaje irrelevante, sin ver consolidada su amnistía. Queda claro que nadie perseguía la estabilidad, ambos interlocutores chapoteaban en el tacticismo. Por resumirlo, Sánchez pierde poder efectivo; y Puigdemont, capacidad de influencia. España, mientras tanto, pierde el tiempo; realmente lleva tiempo perdiéndolo.

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