Opinión
Asturias en el Prado
Contenidos regionales en el gran museo nacional
Los fines de semana lluviosos solía refugiarme con mi novia en el Museo del Prado. Recorríamos despacio ese memorable laberinto repleto de joyas. Ya casados, pudimos cenar en una de sus salas, invitados por una editorial. Cuando cuento con tiempo libre en Madrid, continúo perdiéndome por los pasillos de ese imponente edificio, aprovechando para hacer cábalas sobre el precio imposible de pagar que podrían alcanzar cada una de sus miles de extraordinarias pinturas o esculturas.
El otro día volví con mi hijo pequeño. Fuimos directos a "Las meninas" o "El jardín de las delicias". Pero la perspicacia de mi acompañante advirtió de inmediato distintas obras vinculadas a Asturias, en las que jamás me había fijado antes. Las primeras que nos sorprendieron fueron las de Carlos de Haes, maestro de Piñole. El museo alberga estupendos paisajes astures de este grande, que dedicó a Pajares o los Picos intensas campañas veraniegas de caballete con sus alumnos, entre 1871 y 1876.
Si Haes representa como nadie nuestra naturaleza en la pinacoteca, el gijonés Ventura Álvarez Sala lo hace con nuestra historia más reciente. Su impresionante óleo "Emigrantes" es una fotografía del éxodo que se contemplaba a diario en los principales puertos asturianos a la fecha en que se hizo el cuadro, 1908. En realidad, lo que pinta Álvarez Sala es el transbordo de esa legión de expatriados desde lanchones a los grandes mercantes que cruzaban el Atlántico, que subían a bordo hasta a sus críos de corta edad en brazos. Sobrecoge toparse con este lienzo en la galería madrileña, una colosal producción de un autor estudiado por Pedro Caravia o Javier Barón, pero que merecería ser más conocido en su tierra natal.
No muy lejos de la anterior pieza, el riosellano Darío de Regoyos cuelga sus alrededores de Bruselas, un hórreo en el Naranco que es una panera, o un pino de Béjar. Y más allá, Goya retrata al Jovellanos ministro de Justicia, apoyando la cabeza en su mano y sin lucir las condecoraciones que ya entonces atesoraba. El artista oriundo de Oviedo Luis Egidio Meléndez exhibe sus vistosos bodegones, el avilesino Carreño de Miranda lo hace con sus célebres retratos de Eugenia Martínez Vallejo, vestida y desnuda, y el lenense Luis Menéndez Pidal con su Salus infirmorum o su fiel autorretrato.
Darían para un libro, de los gordos, las maravillas sobre Asturias y los asturianos del Prado. Como las que salieron de los pinceles del gijonés Ignacio Suárez Llanos, el cudillerense Dionisio Fierros, el murense Tomás García Sampedro o los ovetenses León y Escosura y Uría, por citar solo a algunos. Muchos no se exponen o están depositados en el museo de Bellas Artes en Oviedo, en el de Covadonga –con su excelente colección de reyes de nuestra monarquía–, e incluso en despachos de instituciones públicas, en Madrid y fuera de la capital. Desde luego, sería formidable poder contar aquí con todo ese valioso contenido asturiano de los fondos del Prado, aunque quizá sería mejor idea que más obras ligadas a la tierra vieran la luz en las paredes de una de las mecas pictóricas mundiales, que visitan cada año tres millones y medio de amantes del buen arte.
Emociona contemplar la huella astur entre tanta belleza. Y si de algo así te pone sobre aviso tu hijo quinceañero, todavía más. Revela que aún queda en las nuevas generaciones querencia a sus raíces, que en este caso trascienden de nuevo el ensimismamiento provinciano para protagonizar esa incomparable empresa de la cultura universal, que no conoce fronteras y de la que debiéramos estar muy orgullosos.
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