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Opinión | La mirada de Lúculo | Crónicas grastronómicas

Las lentejas y el tiempo que pasa

No hay prisa para cocinar como es debido un buen plato de legumbres; en esa espera del fuego lento reside parte del misterio gastronómico que une generaciones

Las lentejas y el tiempo que pasa

Las lentejas y el tiempo que pasa / LNE

Llegan las calabazas, las coles, y florecen, cuando llueve, los hongos. Es otoño y asoman también los platos de cuchara, guisos y potajes de legumbres, entre ellas las finas y discretas lentejas, que igual que las habas cuecen en todas partes. En los pueblos de Tierra de Campos, donde el viento sopla sin obstáculos, los otoños e inviernos se reconocen por el olor a puchero. Las pardinas hierven lentamente con zanahoria, cebolla, ajo y un laurel. No hay prisa. La cocina se llena de un perfume terroso, casi melancólico. En esa espera del fuego lento, creo yo, reside parte del misterio. Cocinar lentejas es, en cierto modo, reconciliarse con el tiempo que pasa. Nadie las prepara con prisa, porque saben mejor cuando se dejan reposar. Siendo tan tiernas, además, el tiempo empleado se justifica fácil. Y no pesa significativamente.

Las lentejas pertenecen a esa clase de alimentos que no presumen ni permiten presumir, pero que sostienen el mundo. Los griegos las veneraban como símbolo de igualdad –tanto el rico como el pobre podían comerlas–, y los romanos las consideraban un amuleto contra el mal de ojo. En Castilla, en cambio, adquirieron un carácter casi proverbial: "Lentejas, comida de viejas; si quieres las comes, y si no, las dejas". Pero detrás del refrán está la verdad ancestral de que las lentejas son el alimento de la paciencia. Han llenado el buche de faraones y campesinos, monjes y soldados. Sobreviven a imperios y modas. Y, sin embargo, siguen siendo humildes, y tercas como el tiempo.

En la India, donde se conocen como dal, constituyen un mosaico de colores, las hay rojas, amarillas, verdes y negras. Cada variedad tiene su rito, su condimento, su historia. En un típico y humeante masoor dal acompañado de pan chapati, el vapor que sube del cuenco imita el mismo gesto alimenticio, caluroso y hospitalario de cualquier plato de legumbres en Asturias o Palencia. En Francia, las lentejas de Puy, con su tono verdoso y sabor mineral, han alcanzado categoría de denominación de origen. Los chefs las tratan como si fueran caviar del campo. Pero también existe la variedad beluga, de color negro brillante, pequeña y redonda, que no necesita ponerse antes a remojo.

En Marruecos, las lentejas se cocinan con comino y tomate; en Turquía, en forma de sopa espesa, acompañadas de limón y menta seca. Cada país las interpreta a su manera, pero siempre hay algo común, que es el respeto por su modestia. No necesitan adornos, se bastan a sí mismas para expresarse con la mayor naturalidad. Son una especie de mapa del alma, un idioma común; cada cultura las adapta, cada cocinero las traduce, pero en todos los lugares donde se comen conservan su esencia.

Las humildes lentejas supusieron para los niños de algunas pasadas generaciones una auténtica prueba de fuego de la inocencia gastronómica, el desafío de la cuchara que se rebela antes de alcanzar la boca. Por razones que desconozco, a los más pequeños no nos gustaban, por regla general, las lentejas, consideradas sosas y aburridas. Mi caso no es el único en manifestar repulsa por esta legumbre. "Tienen mucho hierro, hay que comerlas", decían las madres de entonces ante tanto chaval que no se dejaba convencer fácilmente. Con el tiempo esos mismos chavales, ya convertidos en adultos, han llegado a agradecer su existencia de la misma manera que un par de huevos fritos con chorizo. Es la mejor prueba de que hay sabores de siempre capaces de resistir frente a la modernidad. Una cocinera me contó en una ocasión que las mantenía en el menú de su restaurante porque eran una receta de su madre, que cada domingo repetía "para no olvidar de dónde vengo". Esa vez comprendí que las lentejas son, por encima de un plato, una memoria compartida y que se comen del mismo modo que se abre un álbum familiar de fotos. En cada cucharada hay algo de hogar. Encierran la sabiduría antigua del equilibrio y del retorno. Vázquez Montalbán escribió que la cocina es parte del alma que mejor resiste la historia. Pensando seguramente en los viejos platos de legumbres que al comerlos hacen participar a cualquiera de esa cadena invisible que une generaciones. Y es en ese momento cuando se nos oye exclamar aquello de "¡donde esté un plato de lentejas que se quite todo!". Sin que, desde luego, sea así por más que la expresión resulte tan concluyente.

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