Aquella calurosa mañana de las calendas de junio, siendo cónsules Marco Claudio Tácito y Julio Placidiano, el joven maestro continuaba quedándose maravillado ante las inacabables novedades paisajísticas que descubría a cada recodo del agotador viaje que desde hacía meses había emprendido por aquella remota región de la Hispania Citerior.

Comisionado por el emperador Lucio Domicio Aureliano para reforzar la romanización de las fragosas montañas que al invicto Octavio Augusto mucho le había costado sojuzgar, en un principio creyó que serían parecidas a las de su Lacedemonia natal, de donde había partido a temprana edad para estudiar Letras y Ciencias en el Liceo de Atenas.

Pero una vez traspasadas las altas cumbres que en el país de los ástures y cántabros separaban la ancha meseta central de la península Hispánica de un caos de montañas y montañinas que se precipitaban en delicioso desorden hacia la cercana mar, fue comprobando, etapa a etapa de la expedición, que la diversidad reinaba en tan apartado rincón: los más ásperos picachos se juntaban, numerosos y desafiantes, con recoletos valles, frondosas arboledas, estremecedores precipicios y veloces pero cortos ríos alimentados por el deshielo de las nieves que aún divisaba en las laderas de las cumbres; ¡menos mal que muchas de las antaño infranqueables gargantas fluviales habían sido domeñadas por los ingenieros itálicos, expertos en construir pequeños pero utilísimos puentes!

Y es que los contrastes eran la nota dominante en la región: a través de grandes claros abiertos entre las nubes llegaban rayos de sol que animaban a los miembros del pequeño grupo, pero pese a ello no podía olvidar la terrible tormenta de nieve que unas semanas antes los había azotado al atravesar los estrechos puertos; era frecuente que en los lugares más elevados nevara incluso en verano, le habían comentado.

La vega por donde hacía poco transitaron había sido escenario hacía tres siglos de una feroz batalla entre vadinienses contrarios a perder su independencia y un par de cohortes romanas empeñadas en conquistarlo todo: aún parecían resonar en el grandioso escenario los ecos de las trompetas incitando al combate, de los lastimosos ayes de los heridos y del sordo entrecruzar de las espadas; pero conseguida la paz, los visitantes eran ya más bien pacíficos comerciantes, ambiciosos buscadores de minas, avezados reclutadores de mercenarios o, como él lo era, profesores de Gramática; todos ellos estaban introduciendo el latín (algo contaminado de palabras y modismos celtas, pues eran abundantes las gentes de esta procedencia que habitaban en el resto de la Península) en el habla habitual de los nativos. Y es que la explotación de importantes minas de oro en valles no muy alejados producía un considerable trasiego de personas que estaba provocando la alteración de unas costumbres milenarias.

Por uno de sus puentucos, denominado Pons Golondronis, se disponía a pasar la esforzada comitiva; constituía el único lugar rápido de acceso a las más lejanas aldeas de la Cordillera, unos pueblines enriscados en inverosímiles despeñaderos a los que debía llegar el audaz viajero si quería que el informe destinado al todopoderoso César que gobernaba el extenso Imperio fuera veraz y completo. En ellos moraba gente orgullosa y reacia a la civilización que aún hablaba las desconcertantes lenguas cuya pronunciación tanto desagradó a los geógrafos griegos y romanos, los legendarios Estrabón, Plinio el Viejo y Pomponio Mela.

-Anteriormente el resto del país era igual de salvaje (afirmó el curtido decurión que comandaba la escolta), pero poco a poco están aprendiendo nuestra lengua y nuestras superiores costumbres, hasta tal punto que los nativos más jóvenes ya desconocen el significado de muchos de los extraños nombres que recibe cada rincón de estos caminos de cabras; además, cuando llega un agente del Gobierno provincial o un grabador de lápidas que les pregunta por su nombre, estos hombres y mujeres dan uno que no se corresponde realmente con su verdadera identidad.

-Ésta es nuestra labor (meditó el legado), contribuir a que estos ciudadanos se expresen en latín, si no en el clásico de los foros de Roma, sí por lo menos en el vulgar hablado por el pueblo llano.

Pero en el fondo de su corazón, el inquieto filólogo alumbraba pena porque desaparecieran una lengua y una cultura que durante siglos habían sido dueñas y señoras, cual indómitas águilas, de unas montañas sin parangón ni siquiera en la fría y brumosa Britania o en las elevadísimas Armenia o Retia.

Quizás el emperador lo debía haber enviado no sólo a favorecer el aprendizaje del latín, sino también a registrar por escrito esa habla arisca y montuna, pero tan europea como las enseñanzas del maestro Aristóteles, pensó mientras el aire del Mediodía lo azotaba una vez más. Y es que en la urbe ni siquiera sabían el nombre que estos pueblos se otorgaban a sí mismos, ni cómo denominaban a su lengua, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos.

Antes de que llegara el crudo invierno que también caracterizaba a estas regiones, debía regresar a Roma para proseguir su carrera pedagógica y no podría emprender las indagaciones lingüísticas que su mente querría llevar a cabo, pero éstas quizá fueran acometidas algún día por otros entusiastas investigadores ligados a estas impresionantes cordilleras.