Se cumplen 202 años de la declaración de guerra por parte de la Junta General del Principado

Hoy, 25 de mayo de 2010, es el aniversario de la declaración de guerra de la Junta General del Principado de Asturias a Francia como respuesta a la penetración en España del ejército de Murat y a los hechos del 2 de mayo en Madrid, que en Oviedo se conocieron una semana más tarde. Precisamente en esos días la Junta estaba reunida y se trató en su seno de los sucesos de Madrid, con la consecuencia de que este órgano se constituyó en una especie de asamblea ciudadana dominada por miembros de la nobleza como los marqueses de Santa Cruz y Vistalegre, los condes de Toreno, Peñalba y Agüera, los eclesiásticos Llano Ponte y Pedro Inguanzo, el economista Flórez Estrada y varios catedráticos de la Universidad. Allí se cocinaron las bases de la resistencia a los franceses y se dispuso el primer reclutamiento de campesinos (pagados con cuatro reales diarios) por las aldeas próximas a Oviedo, que serían la «fuerza militar» en la que se apoyarían los sublevados para encarcelar al comandante militar -Crisóstomo La Llave- en la noche del 24 de mayo, asumir todo el poder político, militar y judicial de la provincia, convertir la Junta General en Junta Suprema de Gobierno de Asturias y declarar la guerra a Napoleón.

La declaración formal tuvo lugar en la mañana del 25, en la sala capitular de la Catedral, sede entonces de dicho órgano, y cada año se viene celebrando allí un acto solemne en recuerdo de tan atrevido acontecimiento. Este año, para mi sorpresa, me han encomendado decir unas palabras en el acto y lo haré gustoso, pues es grande mi interés por esta época, en la que se sitúa el punto de inflexión hacia la modernidad en la historia del mundo y de las ideas. En estas líneas esbozaré lo que voy a decir allí y sin duda empezaré por confesar que no soy dado a festejar hechos de guerra de ninguna clase, pues por muy gloriosos que puedan llegar a parecer en los relatos, siempre encierran una carga insoportable de sufrimiento humano y unas secuelas largas y dolorosas en los pueblos que los padecen. No conozco ninguna guerra que sea la excepción de lo que digo.

También diré allí que he intentado ponerme algunas veces en el lugar de un ciudadano de aquella época y he tenido serias dudas sobre qué posición habría adoptado: si la de aceptación de lo que venía de Francia -pues en principio el programa francés de reformas sociales y políticas no era tan malo- o la de exaltarme con el bramido de los dirigentes nacionalistas (principalmente eclesiásticos, nobles y burgueses) y tomar las armas. Francamente, dudo que me hubieran conmovido proclamas «covadonguistas» como la escrita por Flórez Estrada y circulada desde la Junta a los «asturianos leales»: «Han profanado nuestros templos, han insultado nuestra Religión, han atacado nuestras mujeres (?) Invoquemos al Dios de los Exércitos; pongamos por intercesora á nuestra Señora de las Batallas, cuya imágen se venera en el antiquísimo templo de Covadonga, y seguros de que no puede abandonarnos en causa tan justa, corramos á aniquilar...» etcétera.

Y tampoco me habría gustado saber que era falsa una supuesta carta de Fernando VII a los asturianos, redactada por los jefes de la Junta Suprema y hecha circular como auténtica a toda la provincia: «Nobles Asturianos. Estoy rodeado por todas partes; soy víctima de la perfidia; vosotros salvásteis la España en peores circunstancias, y hoy aprisionado no os pido la Corona, pero sí que vindiqueis, arreglando el Plan con las provincias inmediatas, vuestra libertad de no admitir un yugo extranjero, y sugeteis á este pérfido enemigo que despoja de sus derechos á vuestro desgraciado Principe Fernando. Bayona 8 de mayo de 1808». Una copia de tan espurio documento (que ilustra aquello de las manipulaciones políticas en toda época y situación) aún conserva las marcas de su exposición pública y se conserva en el archivo municipal de Ribadesella.

Creo que no me conmoverían las arengas de los líderes nacionalistas ni su tinglado de intereses más o menos visibles, pero tampoco me imagino aclamando a las tropas francesas, invasoras al fin y al cabo, aunque en aquellos primeros compases aún estaban casi intactas las expectativas de quienes veían en Bonaparte una posibilidad de regeneración de la administración española, desbaratada durante el reinado de Carlos IV. En el fondo, tan extranjera era la dinastía bonapartista como la Casa de Austria o la de Borbón, que habían reinado en España durante los tres últimos siglos. Si en aquel primer momento, cuando aún no se habían producido las mayores atrocidades de lo que acabó siendo una guerra larga y espantosa, me hubieran dejado elegir, creo que habría sido un indeciso, un observador, un entregado a la duda cuasi cartesiana. Y si más adelante, después de tres o cuatro años de guerra y hambruna, me hubieran vuelto a pedir opinión, creo que me habría identificado con lo que dijo Bernardo Taberna, el cura de Posada de Llanes, testigo de los abusos de los guerrilleros españoles entre la población campesina de las aldeas del oriente de Asturias, un territorio ocupado parcialmente por los destacamentos franceses, acuartelados en las villas: «¿Qué esperanza puede tener la provincia en defensores que la oprimen sin misericordia y de una manera que ni los mismos enemigos han dado ejemplos, al menos en esta jurisdicción? La conducta de nuestras tropas favorece la causa del enemigo. ¡Cuán grandes serían nuestros progresos si tal conducta fuese mejor!». Estas palabras tan sensatas y dolidas estaban dirigidas a la Junta Superior (que ya no era «Suprema», por orden de la Junta Central) en febrero de 1811, durante la ocupación de año y medio de parte de Asturias por las tropas de Bonet. Los hechos de armas en la comarca, a cargo de las fuerzas móviles de Porlier y Escandón, no fueron muy sonados, pero el sufrimiento de la población campesina, obligada a suministrar raciones tanto a los franceses como a los guerrilleros españoles, fue implacable. Los pocos miembros que integraban entonces la Junta Superior, que habían vivido momentos heroicos huyendo de la persecución de los franceses de aldea en aldea y de peña en peña por la zona de los Oscos, apenas podían controlar la situación militar del aislado Oriente, pero aun así acertaron a ordenar el arresto y la destitución de Federico Castañón, un jactancioso brigadier guerrillero que se significó por sus abusos entre la población campesina.

A los desmanes cometidos por los españoles hubo que sumar los crímenes y atropellos de los franceses, que a mitad de la guerra dejaron de recibir suministros de Francia y debieron sostenerse exclusivamente con lo que rapiñaran sobre el terreno, en un país empobrecido y saqueado por tres ejércitos -el español, el francés y el anglo-portugués, que entró en España procedente de Lisboa para empujar a los galos hacia los Pirineos-. Tampoco fueron unos angelitos los ingleses, que a pesar de ser aliados de los españoles dieron muestras de crueldad infinita contra la población hispana en episodios como la toma de Badajoz, la de San Sebastián o la de Valdemoro, según recogen las crónicas británicas transcritas por Charles Esdaile: «Todas las casas ofrecían un escenario de saqueo, libertinaje y efusión de sangre cometidos con desenfrenada crueldad por nuestra soldadesca. (?) No se mantuvo ni el menor rastro de disciplina. La soldadesca enfurecida más parecía una jauría de perros del averno vomitados por las regiones infernales para la eliminación de la humanidad que un ejército británico bien organizado, valeroso, disciplinado y obediente».

¿Qué postura tomar, cuando toda idea de progreso humano naufraga en el torbellino de la violencia? ¿Hay buenos y malos cuando todos los bandos se comportan de manera inhumana? A mí, imaginándome en aquella situación, se me acaban las ideas y me invade el sentimiento de piedad hacia la población rural, oprimida y esquilmada por unos y otros, por todos los que pretenden «salvarla» y traerle una paz en la que los vencedores la van a explotar sin contemplaciones. No me extraña la indiferencia ideológica de gran parte del pueblo, harto ya de guerra y miseria, y de nuevo recurro a una crónica británica en pleno avance de Wellington por tierras leonesas: «La gente, en manos unas veces de amigos y otras de enemigos, mostraba indiferencia hacia ambos. No podían tomar partido sin ponerse ellos mismos en peligro; en consecuencia preferían la seguridad personal a un despliegue de lealtad o patriotismo inoportuno. Creo que en el fondo de su corazón odiaban a los franceses, pero al mismo tiempo no sentían gran amor por nosotros».

Faltaría a la verdad si no dijera que en medio de aquellos horrores sucedió algo realmente positivo, algo con lo que sí habría podido identificarme. Me refiero, claro, a las Cortes de Cádiz, que entre 1810 y 1813, bajo las bombas de un ejército francés que nunca pudo tomar la ciudad, ensayaron el mayor intento regeneracionista de la historia de España, más ambicioso aún -por su novedad histórica- que el de la Segunda República. Aquellos diputados, herederos de las ideas de Jovellanos y elegidos en un país consumido por la violencia, se dedicaron a rediseñar el Estado bajo unas formas políticas alejadas de la tiranía, del absolutismo y del despotismo ilustrado, las únicas formas de gobierno que hasta la fecha había conocido el pueblo español. Temían una revolución populista al estilo francés, de terror y guillotina, y por ello pusieron toda su inteligencia en hacer una revolución pacífica que cambiara las bases políticas de la nación y otorgara unos derechos a los españoles a través de una Constitución, la primera en nuestra historia. Entre aquellos fogosos diputados asturianos hay que destacar la memoria del joven José María Queipo de Llano, séptimo conde de Toreno, y del riosellano Agustín Argüelles, portavoz parlamentario de los liberales y auténtico «héroe de la reforma constitucional». Y no quisiera olvidarme del llanisco Pedro Inguanzo, recién nombrado obispo entonces, que se enfrentó constantemente a los liberales y defendió con ardor el absolutismo político, la representación estamental y la conservación de los privilegios de la Iglesia, incluida la supervivencia de la Inquisición. En su descargo, hay que decir que defendió la libertad de imprenta, asociada al programa liberal.

Sin duda alguna, la estrella de aquellas Cortes y de todo ese momento histórico fue Agustín Argüelles, que traía de Londres un buen equipaje de ideas para inyectarlas en la clase política de la época. Aunque es imposible resumir aquí su ingente labor, podría decirse que tomó lo mejor del sistema político inglés (la solidez de instituciones como el Parlamento, la administración de justicia y la prensa) y lo mejor del sistema asambleario unicameral francés y de la Constitución gala, aunque disimulando cuidadosamente su origen para no dar armas a los conservadores y no mostrarse como un peligroso revolucionario. Ya he escrito en otro artículo que a Argüelles no le cuadra bien el apelativo de «divino» que sus rivales le endosaron, puesto que don Agustín fue un hombre terrenal, pragmático y combativo, un formidable estratega que utilizó la oratoria y la dialéctica como medio para introducir en la Constitución de 1812 unos derechos ciudadanos y unos principios políticos (la soberanía en la nación y no en la Corona, la división de poderes o la libertad de imprenta) que aún inspiran nuestra Carta Magna. Lástima que Fernando VII regresara a España en 1814 y arruinara toda esperanza con su vuelta a las tinieblas del absolutismo, la represión y la tiranía. Creo que con el rey José, mucho más sensato que su hermano Napoleón, a este país no le hubiera ido peor que con el hijo de Carlos IV.