Ni la catarata verbal de un Areces aquejado de incontinencia sectaria ni el estruendo prepotente de los cientos de voladores en el acto (o más bien mitin) inaugural del Centro «Tito Bustillo» pueden ocultar algunas realidades poco merecedoras del zafio triunfalismo vertido sobre esta obra, que por fin ve la luz con varios años de retraso y con muchos millones de recorte presupuestario, los que van de los 15 consignados por Álvarez-Cascos en el Ministerio de Fomento a los 7,9 que parecen haberse invertido finalmente. Antes de nada hay que reconocer que a primera vista el edificio es magnífico y está situado donde el pueblo riosellano quería, en la cantera de Corcubión y no en la Moría de Ardines, el lugar donde los socialistas locales -a última hora, cuando ya aceptaban el museo tras haberlo combatido durante años- pretendían ubicarlo. El edificio es estupendo, aunque la estridencia cromática de su fachada no deja de ser una especie de atentado medioambiental hacia la ría y el macizo de Ardines, un impacto infinitamente mayor que esos aparcamientos que la mano negra de turno quiere impedir en esa misma zona. Qué pena que no haya participado en el diseño del centro un arquitecto con la sensibilidad de un Moneo para integrar la mole en su entorno, mimetizándola con él. La cosa ya no tiene fácil remedio, salvo el de ponerle una pantalla vegetal o un jardín vertical -como el de Caixaforum de Madrid, tan espectacular- para disimular el aspecto de discotecona feroz de los años setenta que tiene su cara exterior.

La primera realidad que la palabrería (cuasi «póstuma» en términos políticos) de Areces no puede ocultar es que si existe esta obra en sus dimensiones actuales es gracias al empuje, a la unión y a la perseverancia ejemplar de la sociedad civil y del Ayuntamiento de Ribadesella, y no a la voluntad del Gobierno regional ni de los socialistas, que estuvieron cuatro años (hasta 2004) negándose a construir un gran museo y obstruyendo el cumplimiento del acuerdo de la Junta General del Principado, que así lo había votado y acordado. Si a partir de 2004 Areces «entró por el aro» fue porque la ministra socialista de Cultura, Carmen Calvo (recién ganadas las elecciones generales por el PSOE), vino a Asturias a decir que Álvarez-Cascos había dejado consignado legalmente el dinero y que había que construirlo. Aun así, el Gobierno de Areces -que nunca estuvo por la labor de hacer un museo importante en Ribadesella- se salió parcialmente con la suya, pues rebajó todo lo que pudo la inversión final. Y ello, claro, es la causa de la pobreza decepcionante de sus contenidos.

La otra gran realidad inocultable son las ya mencionadas carencias de los contenidos museográficos del edificio, empezando por su nombre, que no es el de «museo», sino el de «centro», que suena inevitablemente a «aula didáctica» y le rebaja la categoría a los ojos de los visitantes. Ribadesella pedía un «Museo» con mayúscula, una instalación que fuera el referente del Paleolítico asturiano, aunque el Gobierno de Areces decidió construir el museo en Teverga, un lugar donde no existe arte paleolítico. Así le lució el pelo, pues el «centro» tevergano -aunque a aquello sí lo llaman «museo», qué paradoja- se hunde por el descenso de visitantes. ¿Quién va a querer ver falso Paleolítico fuera de su contexto natural, que está básicamente en las cuencas del Sella y del Cares, junto con Candamo? ¿Cuánto van a esperar para cerrarlo definitivamente y acabar con el absurdo?

Una primera visita al nuevo edificio riosellano revela ya sus carencias de contenido, y no me extenderé en las cosas positivas, porque eso ya lo está haciendo la propaganda oficial, donde no cabe la higiénica autocrítica. Entre las cosas buenas yo pondría el reconocimiento, por fin, del papel de los riosellanos Jesús M. Fernández Malvárez y Adolfo Inda en el descubrimiento de 1968, o la réplica de algunas partes de difícil acceso en la gruta original, como el Camarín de las Vulvas -mal reproducido-, el de los Caballos -descubierto por Aurelio Capín- o los Antropomorfos, desvelados por Rodrigo Balbín. También es interesante el espacio para talleres infantiles (a pesar de su poco funcional suelo de moqueta), la «mesa» infográfica donde se visualiza la evolución geológica de la desembocadura del Sella (también con sus defectos) y la terraza de la cafetería, con una gran vista de la villa y la ría. Qué lástima que no se haya querido completar la obra con el ascensor panorámico a la parte alta del macizo, aunque siempre podrá hacerse en un futuro. Yo no dejaré de reclamarlo, pues, aparte de la espectacularidad del paisaje desde allí, sería la mejor forma de integrar en el museo la zona de dolinas de Ardines, el auténtico hábitat del hombre del Paleolítico.

Lo que menos me ha gustado es el tono general de pobreza que destila el conjunto, que ni de lejos responde a ese «despliegue de recursos tecnológicos nunca vistos» que nos cuentan Areces y Canal, sino que son unas proyecciones normalitas, casi como las que se pueden ver ya en cualquier cafetería de cierto tono. En nada se parecen al proyecto original, encargado por la Corporación anterior y que Areces ha jibarizado y convertido en calderilla audiovisual. Por ningún lado aparecen las tecnologías de cierto «impacto» que pedían la plataforma y el Ayuntamiento de Pepe Miranda, esos atractivos que habrían de atraer al público y permanecer en la memoria de los visitantes. Aquí no hay ni 3D -previsto en el proyecto municipal anterior-, ni holografías, ni virtualidades sorprendentes ni moderneces similares, sino sencillas proyecciones, correctas, pero sin la espectacularidad esperada. Y en ningún momento se recrea la sensación de estar en el interior de una gruta maravillosa (algo que sí estaba previsto en el anterior proyecto), pues el simple oscurecimiento del interior del edificio y los ruiditos de agua no son suficientes para crear embrujo cavernario. Vamos, que ni los diseñadores han estado especialmente inspirados a la hora de hacer su trabajo ni las autoridades políticas han estado muy finas en su labor de dirección y control.

La mayor decepción puntual, sin duda, es la de la Sala de los Polícromos, santuario del arte paleolítico mundial y reducida aquí a una espantosa estancia de formas prismáticas, agresivas y con un feng shui de Juzgado de guardia, tanto por los picos de las paredes como por esos asientos minúsculos, pijos, picudos e inestables. Y en cuanto a las imágenes, válgame Dios, la proyección es como de la Prehistoria audiovisual, lo que constituye una tremenda decepción para quienes esperábamos aquí lo mejor de la instalación, algo impactante, algo que ofreciera una experiencia novedosa, a la altura de las mejores pinturas magdalenienses españolas. (Y qué decir del icono creado como logotipo, una cabeza de caballo traducida a prismas «volumétricos» que no casan con la naturaleza gráfica de los célebres caballos de Tito Bustillo, en los cuales su gracia radica precisamente en la calidad de la línea y de las manchas planas de color. Es una especie de «traición estética», por no hablar de insensibilidad hacia el mayor tesoro pictórico de la cueva).

Lo fundamental, sin descartar que en el futuro se haga en esta instalación lo que la sociedad esperaba, es comprobar si el nuevo Centro «Tito Bustillo» tiene atractivo para atraer un número significativo de visitas durante todo el año. A la vista de lo que hay hoy, tengo mis dudas. Serias dudas. Desde luego, esto no es el Guggenheim. Ni siquiera el Niemeyer. Aquí se han tirado a las rebajas.