Hace unos días tuve la ocasión de asistir a una charla interesante del arquitecto Fernando Vela Cossío, presentada por Alejandro Criado, presidente de «Amigos de Ribadesella», y por Alfonso Toribio, decano del Colegio de Arquitectos de Asturias y presidente de Tribuna Ciudadana. El tema monográfico era la figura del también arquitecto Luis Lacasa Navarro, nacido en Ribadesella en 1899 y fallecido en Moscú en 1966, exilado allí al final de la Guerra Civil. Luis Lacasa nació y pasó sus primeros años en esta villa debido a que su padre, el ingeniero de caminos Telmo Lacasa, había sido destinado aquí, aunque la familia al completo se trasladó posteriormente a Huesca con otro cometido paterno. El joven Luis comenzó sus estudios de arquitectura en Barcelona y los finalizó en 1921 en Madrid, las dos únicas ciudades españolas que por entonces ofrecían esta docencia. No sabíamos demasiado de este notable arquitecto aunque conocíamos su existencia gracias a un estupendo artículo de Lorenzo Cordero de noviembre de 1976 en «Asturias Semanal», la revista que nos acompañó en el tránsito del tardofranquismo a la predemocracia. Por cierto, ¿tendrá esta Corporación municipal algo más de sensibilidad que las anteriores para darle por fin el nombre de una calle a Lorenzo Cordero? ¿O es que hay algún tipo de conjura -iba a decir de los necios- para negarle en vida ese honor a su más ilustre periodista?

De Luis Lacasa conocíamos también su filiación republicana y alguno de sus trabajos profesionales, como el pabellón español en la Exposición Universal de París de 1937, durante la Guerra Civil, en el que colaboró con Josep Lluis Sert en su diseño. Ese pabellón -reconstruido en Barcelona para la Olimpiada de 1992 y visitable- acogía obras de Miró, Julio González o Picasso, además de la fuente de mercurio de Calder, una imaginativa forma de propaganda republicana de minerales estratégicos españoles como el mercurio de Almadén y el wolframio gallego. Pero muchas cosas que no conocíamos nos fueron desveladas en esa charla por el profesor Vela Cossío, que repasó su trayectoria en España hasta 1937 y citó algunos pasajes de un libro escrito por el propio Lacasa en el que plasma sus principios profesionales, aparentemente muy alejados de los que defendía por entonces el gran referente mundial de la arquitectura, Charles-Édouard Jeanneret, más conocido como Le Corbusier. Lacasa, gran polemista, se atrevió desde muy joven a subirse a las barbas del maestro suizo, al que consideraba un redactor de manifiestos más que un verdadero arquitecto, un ideólogo más que alguien que construyera edificios habitables.

Sospecho que en el ímpetu crítico de Lacasa primaba el ardor juvenil y su pasión por el urbanismo más que por los principios abstractos de la arquitectura, que era el ancho terreno por el que se movía Le Corbusier, a quien no es del todo justo restarle el mérito de haber sido ya en los años diez la punta de lanza -antes incluso que la Bauhaus de Gropius- de toda la arquitectura racionalista del siglo XX. Él fue quien primero predicó la línea recta y la sobriedad funcional como superación de las curvitas, adornos y manierismos modernistas, y también fue pionero en optar por el espartano hormigón, por la desnudez formal y por las estructuras diáfanas y luminosas. Él fue quien formuló aquello que escandalizó a la burguesía de la época (y a la competencia) de que los edificios son «máquinas para vivir». En el fondo creo que no estaba tan lejos de las creencias funcionalistas del riosellano Luis Lacasa -vistos desde el presente resultan bastante afines-, cuya actividad derivó tempranamente hacia el urbanismo y la construcción de tipo social, muy en línea con su ideología claramente izquierdista, tal vez colectivista y, desde luego, republicana.

Cabe anotar telegráficamente que entre 1921 y 1923 amplió estudios en Alemania (donde se desarrollaba una gran actividad constructiva de posguerra mundial) como becario en el Ayuntamiento de Dresde y que a su regreso a España entró en la redacción de la revista «Arquitectura», desde cuyas páginas defendió los principios de su querido funcionalismo. En 1927 entró en la oficina técnica de la Ciudad Universitaria, entonces en construcción, junto con su inseparable Manuel Sánchez Arcas, con quien compartiría no sólo ideas y proyectos profesionales (especialmente en la construcción de hospitales) sino incluso el exilio en Moscú. En 1929 realizó su encargo de diseñar el edificio del Instituto Rockefeller de Madrid, destinado a la investigación, y lo ejecutó como una obra de líneas puras pero con acabados de ladrillo visto, en un alarde de fusión entre los principios racionalistas y las prácticas constructivas tradicionales. En 1931 entra en la oficina urbanística del Ayuntamiento madrileño, que por entonces estaba volcado en la construcción del tramo central de la Gran Vía, y allí realiza funciones de asesoría y dirección de conjunto, igual que en la Ciudad Universitaria, que tan dañada resultaría tras el paso de la Guerra Civil, que tuvo allí uno de sus frentes más activos.

Tras la derrota republicana, el éxodo de los arquitectos republicanos es muy importante. Lacasa pasa a Francia y es internado en el campo de concentración de la playa de Argelés, el mismo que sale en los «poemas de arena» del escritor llanisco Celso Amieva, que también acabaría sus días en Moscú. De Francia Lacasa se iría a la URSS, donde ingresó en la Academia de Arquitectura moscovita, y él y su inseparable Sánchez Arcas seguirían trabajando en lo suyo y compartiendo destino, pues entre 1943 y 1944 fueron desplazados a los Urales para los trabajos de fortificación y defensa de la capital soviética. En 1960 Luis Lacasa (que según Lorenzo Cordero también pasó un tiempo en China por esa época) consiguió un permiso para visitar España, aunque fue expulsado al cabo de un mes y regresó a su país de acogida para fallecer allí el 30 de marzo de 1966. No hay que olvidar que Luis Lacasa y Josep Lluis Sert fueron prácticamente los únicos arquitectos republicanos a los que no alcanzó el perdón de Franco, que nunca pudo digerir el impacto político del pabellón español de París, en el que se presentó al mundo el «Guernica» de Picasso.