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El zapatero que fue cura en los Picos

Un vecino de Pimiango ocupó en 1842 la parroquia de Tresviso, en León, hasta que fue descubierto y condenado a 6 meses de cárcel

Celso Amieva.

Celso Amieva. / lne

Llanes, Ramón DÍAZ

La picaresca «religiosa» viene de lejos. Los relatos del Siglo de Oro que incluyen como personajes a falsos curas se han hecho realidad en múltiples ocasiones. Quizá la más sonada -aún hoy se recuerda en la comarca oriental asturiana- fue la que protagonizó el «cura» de Tresviso, una historia real, que el poeta José María Álvarez Posada, «Celso Amieva», llevó al papel en 1957. De la aventura de aquella engañifa hay diferentes versiones, y ni siquiera los estudiosos se ponen de acuerdo sobre el nombre del protagonista y sobre el período de tiempo durante el que logró su objetivo: «vivir como un cura». En algo están de acuerdo todos los que se han ocupado del asunto: la rocambolesca historia comenzó en el lejano 1842 y el cura, en realidad, era un zapatero remendón.

La versión más extendida asegura que José Manuel Cue Borbolla eran un zapatero de Pimiango (Ribadedeva), pueblo en el que la mayoría de los vecinos varones se dedicaba a ese oficio y viajaba por los pueblos de la comarca ofreciendo sus servicios. Debió ocurrir que el tal José Manuel Cue Borbolla, que contaba entonces 61 años, se cansó de la dura vida ambulante, y tras enterarse de que la aldea más perdida de los Picos de Europa, Tresviso, en la provincia de León -aunque más cercana a Cabrales que a cualquier otro punto civilizado- estaba sin párroco, el de Pimiango, que había sido monaguillo antes que remendón, no se lo pensó: vistió una sotana y echó a andar.

A aquel pueblo recóndito, al que sólo llegaban dos impracticables caminos, aptos únicamente para caminantes y caballerías, llegó el zapatero vestido de cura, asegurando que lo había mandado el Arzobispado para hacerse cargo de la parroquia. Los vecinos mostraron su satisfacción porque hacía tiempo que reclamaban un guía espiritual.

Entonces las misas se oficiaban en latín y los feligreses aprendían la letanía de memoria, sin saber en muchos casos el significado de lo que recitaban. Entre lo que el pícaro ribadevense había aprendido como monaguillo y el «mansolea» (el argot gremial de los zapateros de Pimiango»), que conocía de pe a pa, José Manuel Cue Borbolla superó el primer escollo.

Aquel «belurdieru panizu» (falso cura en mansolea) ofició misas, bautizó niños y hasta celebró bodas. Como no tenía «ama» (entonces los curas solían ser atendidos por una mujer, generalmente una hermana o sobrina), en el pueblo le preparaban sabrosos platos y le entregaban «uguitu» (pan), ristras de «pringosu» (chorizo), «gumarras» (gallinas) y otros presentes. Cuando no le llevaban a la rectoral el «piñatu» (puchero). Y a falta de nómina arzobispal, el «zaspe» (dinero) salía de los donativos de los feligreses.

Así fue tirando el «mansolea de Chicoria» (zapatero de Pimiango) en aquel «villoriu» (pueblo), según la versión más extendida, durante seis meses (otras fuentes hablan de hasta cinco años). Pero lo bueno se acaba, y el sacristán, que eran hombre desconfiado, empezó a sospechar (quizá le avisó un mendigo que llegó a la aldea y conocía al zapatero). El caso es que hubo una denuncia y, tras comprobar las autoridades eclesiásticas y civiles que de cura, nada, fue condenado a seis meses de cárcel. Hay quien afirma que cumplió la pena, y quien sostiene que libró de ir a presidio porque los vecinos, encantados con su «labor pastoral», intercedieron por él.

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