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La columna del lector

Dolor y gloria: breve crónica de una "San Silvestre"

Seis de la tarde. Buen ambiente alrededor del café Capri. Mucha gente en ropa de deporte y mucha más alrededor del punto de salida. María, Celia, Lucas, Pedro y yo nos ponemos a la cola del grupo de corredores. Me ajusto mis auriculares inalámbricos y empiezo a escuchar "Podría ser peor", de "La Casa Azul", que me hace sentir bien, inocentemente optimista. El grupo se mueve y a los cien metros oigo a través de los auriculares "battery low" e inmediatamente la música deja de sonar. No quiero entender el hecho como una premonición y continúo como si nada. Enseguida me coloco en último lugar, una posición que conservaré cómodamente durante toda la carrera. Solo hay un momento tenso en el que una señora mayor con sobrepeso hace amago de querer arrebatarme el puesto, pero enseguida desiste. Desde esta posición de privilegio empiezo a escuchar palabras de ánimo, a veces un poco condescendientes, que me acompañarán hasta la meta. Al cruzar el pivote del primer kilómetro miro al frente y abandono toda esperanza de gozar de la compañía de algún otro corredor. Lo celebro, pues ciertas situaciones se llevan mejor en soledad. Al llegar al Puente del Pilar veo a Feli, la dueña del restaurante, encaramada en el balcón de su casa. Lamentablemente me reconoce y con toda su buena voluntad me dedica unas cariñosas palabras que a mí me suenan ligeramente humillantes. En ese momento comprendo que todos mis amigos van a conocer con detalle mis limitaciones atléticas la próxima vez que vayan allí a cenar. Pero no todo es malo. A la altura del paseo marítimo me veo rodeado de un animado grupo de ciclistas de la organización y un coche de Policía Municipal que cierran la carrera. Muy amablemente me indican que no debo tener prisa y que puedo seguir a mi ritmo. No detecto ningún tono irónico en sus palabras, pero a pesar de ello no me fío. Observo que deben hacer verdaderos equilibrios para seguir mi paso sin caerse de sus bicicletas, lo que me permite disfrutar de una pequeña venganza: van a tener que ir así durante los tres kilómetros que restan para la meta. Los oigo conversar sin entender bien lo que dicen, tan solo me llegan palabras sueltas como "ambulancia" o "no acaba". En esos momentos tomo la determinación de no abandonar. Podría hacerlo tranquilamente sin testigos, pero me niego a darles a los cinco simpáticos jóvenes la satisfacción de observar mi derrota. Cuando quiero darme cuenta ya he alcanzado de nuevo el puente sobre el Sella y empiezo a pensar que voy a conseguirlo. Al llegar a la gasolinera me cruzo con Lucas y María, que me miran entre preocupados y sorprendidos de que siga en carrera. Enseguida empieza la subida por la carretera de Meluerda, el tramo más duro, y me temo lo peor. Sin embargo, mi cuerpo aguanta y sorprendentemente corono la pendiente sin detenerme. Miro hacia atrás y compruebo que una ambulancia ha sustituido al coche de Policía. No me hace ninguna gracia la indirecta. El resto del recorrido es pan comido. Me dejo llevar por la cuesta abajo hasta llegar a la zona plana del pueblo y en unos minutos me veo encarando el tramo final. Entonces caigo en la cuenta de que correr rezagado en última posición se parece asombrosamente a correr destacado en la primera: voy escoltado y la gente me acompaña con gritos de ánimo, esta vez aparentemente sinceros, durante los últimos metros hasta la meta. Disfruto por un momento de la fantasía de ser el ganador de la carrera, aunque la vista del cronómetro en el paso de meta me coloca en mi sitio. Han sido cuarenta minutos memorables que me he animado a describir en esta crónica apresurada sobre el dolor y la gloria de un atleta en horas bajas.

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