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Medio siglo tras la barra de Posada

Luisa Piquero y José García dan una fiesta por el aniversario de El Parque, cuya licencia de apertura les costó 300 pesetas

José García, junto a su madre, Luisa Piquero, ayer, tras la barra del bar El Parque de Posada. EVA SAN ROMÁN

Aún recuerda Luisa Piquero cuando sólo había una cerveza que vender, la del Águila Negra. La oferta alcohólica no iba más allá del vino, del coñac y del anís. Eran otros tiempos y nadie preguntaba por más. Era el principio de (casi) todo. Hace 50 años. Medio siglo ha pasado desde que Luisa Piquero y su marido José García abrieran las puertas de un bar en Posada de Llanes. "¿Le llamaremos El Parque? ¿Como el Parque del Este de Venezuela?", le preguntó ella a su esposo, después de pagar un millón de pesetas por el bajo de un edificio en construcción que aún no había pasado de la primera planta "El Parque está bien", respondió él. Pagaron 300 pesetas de licencia de apertura, y a trabajar.

Y ella lo cuenta ahora, con los ojos enjugados en lágrimas, echando de menos a su esposo, con quien empezó todo y a quien despidió hace dos años. Hasta su historia de amor es bonita y responde sólo a esas casualidades que dan que pensar. Luisa había nacido en Turanzas y José en Caldueñu, dos pequeñas aldeas del concejo de Llanes, pero se conocieron en la inmensa Venezuela de una forma totalmente fortuita, sin que nadie les presentara. Él había emigrado en 1958 y trabajaba en una casa de familia, en una barbería y en una tintorería. Ella lo hizo en 1963 para trabajar como limpiadora en un instituto. Lo cuenta con la mirada fija en las butacas del bar. A los dos años de conocerse se casaron. Y cuando su primer hijo, José, tenía nueve meses Venezuela tembló y aquel terremoto les empujó a volver a España, a su Llanes natal, a Posada. Era 1967.

Cuando abrieron las puertas, en 1970, eran el negocio de mayores dimensiones del pueblo. No sabían nada de hostelería, sólo tenían ilusión y ganas de empezar de cero. Los vecinos les acogieron con los brazos abiertos y los clientes no faltaron jamás. Allí acudían todos los indianos y los retornados. El bar era una suerte de embajada capaz de combinar entre sus mesas y su barra las historias de allá con las de acá. Se adaptaron a los tiempos y trabajaron "como arañas", recuerda Luisa con ese gesto dulce y solemne que hace que parezca que jamás pierde la calma. Posada, dice, "ha cambiado mucho", pero han ido adaptándose, "porque la vida fluye, como por inercia y tú tienes que fluir con ella", aconseja esta hostelera que deja en manos de su primogénito y de su esposa, María Rosete, el negocio que, quién sabe, tal vez continúe su nieta Marta. Su segundo hijo, Carlos, seguro que no lo hará. Aunque no se perderá la fiesta que dan mañana para todos sus clientes, que también son amigos.

Por El Parque han pasado cientos de historias y miles de trenes, que se ven a través de las enormes cristaleras que dan a la vía. Pero sólo han pasado tres cafeteras y la primera duró treinta años. Allí está, impoluta y expuesta al fondo del local, entre las mesas y el billar. Encima de una vitrina donde se protege al escudo del Urraca, el club de fútbol local, que hay que hacer patria. Ahora en el bar hay varias marcas de cerveza, decenas de vinos de distintas bodegas e infinidad de posibilidades de mezclas alcohólicas. Pero, a diferencia de antes, aún preguntan por más. Y Luisa, que no sabe lo que es un mal gesto, sonríe hasta conseguir lo que le pide el cliente. Porque su trato es así, y esa es la única receta para haber cumplido 50 años tras una barra sin que el negocio haya perdido su encanto. Ni su historia.

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