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Con sabor a guindas

Lágrimas de cuerpo y alma

Como dos gotas gemelas

La noche se había cerrado en lluvia y viento y acabó siendo el despertar de mi sueño. Me levanté. Me abrigué con mi bata y me asomé a las afueras. Una rama del árbol cercano, desgarrada y herida, había quedado enganchada sobre la ventana entreabierta de mi habitación. Con ella se hacían compañeras unas lágrimas de dolor que sobre sus cristales lloraban su destierro.

Se aproximaba el alba pero la oscuridad tenía aún su poder para proteger a un frío de presencia constante. Cerré con cuidado y me volví a la cama. El amanecer fue más amable. Un sol tibio jugaba a conquistar a unas nubes que de vez en cuando se lo llevaban en volandas a su territorio.

Me recordé entonces del enorme poder de esos algodones grises que llevan en su equipaje millones de gotas de agua dominando su peso desorbitado de forma equilibrada y sin esfuerzo por las nubes de los cielos.

Cómo puede ser esto posible le preguntaba de niño al maestro de mi escuela. Me explicó que eran muy inteligentes y se dejaban ayudar por las corrientes que las impulsan. Se elevan y saben distribuir su carga. Añadía que las nubes más oscuras podían cargar a sus espaldas miles de toneladas.

Cuando me desperté dudaba si esto que les cuento había sido un sueño o el comentario del maestro era en realidad la verdad viviente como milagro y misterio por los territorios del firmamento.

La mañana seguía lluviosa. Aparté el visillo de la cristalera de mi galería y me quedé contemplando el resbalar de sus gotas. Me dije: el cielo cuando llora no para, sin embargo, las personas, cuando lo hacemos, solemos sujetarla con sacrificio.

Sentado en mi sillón apuré mi café, leí la prensa y me dejé vencer por un reposo. Sin saber por qué me puse a comparar las gotas de lluvia con las de las lágrimas, y en esa meditación estuve largo rato.

De vez en cuando, en corto paseo, seguía contemplando cómo la tarde se iba haciendo triste envuelta en llanto. Pensé, entonces, que alguien me dijo, un día, que las gotas de lluvia y las lágrimas son distintas, tanto en su base como en altura y sin duda alguna en su sabor. Para mí son amigas íntimas.

Digo todo esto porque pienso que las que llora el mundo en sus ciclones y tormentas son el cuerpo, y las que circulan por nuestro rostro el alma, aunque, unas y otras, forman parte de nuestras vidas, sin olvidarme de aquel que en su espuma nos dejan las olas del mar para que su sal cicatrice alegrías y tristezas de nuestras andanzas mundanas.

Por mis estudios de Náutica adoro el mar. Ello me hace recordar la frase de la madre Teresa de Calcuta, palabras con las que tuve el honor de abrir el prólogo que se me encargó para el libro que con motivo de ser declarada “Pueblo ejemplar” la Villa de Lastres se les regaló a los Príncipes, decía: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan sólo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota”.

Todo es una demostración de que la más mínima ayuda tiene su importancia. Por mi parte me dejo acompañar por averiguar el contenido de amistad y afecto de estas dos gotas y como destilador de oficio que soy las llevaré al fuego lento de mis alambiques para conocer su identidad.

Su análisis nos dará, sin duda, tranquilidad. Pienso que al día de hoy, en nuestro diario vivir, ante el misterioso virus que nos azota, su destilado de cuerpo y alma, bañará nuestros sentimientos en busca de ilusión y esperanza. Estoy en la confianza que estas dos gotas, como lágrimas gemelas, bauticen de paz y calma el futuro de nuestras vidas y San Valentín, que acaba de visitarnos, las llenará de amor para nuestra deseada y esperada felicidad. Que así sea.

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