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Evaristo Arce

Rosita Morán, una ilustrísima dama entre pucheros

Doblemente ilustrísima y siempre señora; más que excelente, excelentísima: por su forma de ser, coherente consigo misma y por su forma de estar, acorde con los demás; por el bien que hace y porque todo lo que hace, lo hace bien o al menos procura que así sea.

El trabajo es su vocación y su vocación un oficio ritual, casi religioso, tan alejado de la rutina como ajeno a la improvisación, del que han disfrutado, personas de toda condición y clase: comensales civiles y en general civilizados, militares de toda graduación, ya sea de uniforme o de paisano, políticos de diferentes ideologías y cataduras y eclesiásticos de variadas jerarquías y distintos talantes, menestrales de toda clase de ocupaciones, funcionarios y pensionistas de diverso nivel y en su mayoría, gentes de bien y de bien comer.

Y Rosita ha hecho de ese noble ministerio, en cuyo ejercicio es tan célebre y tan celebrada, un arte, que no un artificio, al que definen y acreditan con fehaciente solvencia, la historia, la experiencia, el talento y la franqueza de su biografía en la que se mezclan, en dosis equilibradas, no necesariamente simétricas, la genética, el aprendizaje y la inteligencia natural.

Toda su vida, ya larga y no carente de infortunios, ha ejercido más como matriarca que como anfitriona, en el ambivalente papel de cocinera y posadera, esforzándose en que su clientela, fiel, numerosa y recurrente, se fuera complacida por el trato, satisfecha por el condumio, con el estómago bien nutrido y el bolsillo no castigado.

Su faena no es un penitencia, ni siquiera una sobrecarga familiar, menos aún una servidumbre: es, en su esencia y en su presencia activa y jamás acelerada, un acto de culto y redención que la purifica y la enriquece y hace que su quehacer tenga un sentido moral de bienaventuranza, un impulso solidario con unánime recompensa y una trascendencia espiritual más allá de lo laboral, lo maquinal y lo mercantil.

Ella contribuyó a que Benia fuera para asturianos y forasteros un destino “glocal”, turístico y gastronómico, acogedor y placentero, sin sorpresas culinarias, pero con sorpresas paisajísticas, un lugar en el que recalar después de rendir culto en Covadonga a la reina de nuestras montañas o en el que hacer un alto en el camino hacia esas altas cumbres de los Picos, que le sirven de altar y de retablo.

Supo mantenerse fiel a las formulas magistrales, nunca persiguió las estrellas, ni las Michelin ni las otras,-su anhelo va más allá del firmamento-; tampoco trató de ser ella una estrella en su restaurante; su única o principal obsesión es dar de comer al cliente como Dios manda, sea este peregrino, turista, transeúnte, dominguero o “fijo discontinuo”; es decir, proveerle de sanos, sabrosos y nutritivos alimentos como hacían su abuela Griselda y su madre, María, aunque hoy, por desgracia y por los avatares de la azacaneada vida que nos ha tocado vivir, las primeras sean unas resistentes maestras sin apenas discípulas ni relevantes reconocimientos y las segundas, en gran medida, se defiendan aprisa y corriendo con precocinados, latería y encargos a domicilio y sigan las instrucciones tutoriales de esa tropa de “cantamañanas”, desdichadamente llamados “influencer”.

Por el contrario, la escuela de Rosita tiene una trayectoria opuesta a esa tendencia, manejables instrumentos menos sofisticados para el desarrollo de su tarea y otras posibilidades más domésticas para la faena culinaria, más sabiduría en la enseñanza recibida y un ritmo pausado y acompasado en el laboreo, es más manual que automática, más de llar que de laboratorio, más intuitiva que científica, más artesanal que académica, de recetario breve-y si breve, dos veces bueno-, más de transmisión oral que escrita; de preparación cuidadosa y fuego lento, de hábitos y rutinas ancestrales antes que de innovaciones y experimentos; precursora del kilómetro cero en su abastecimiento; practicante en el servicio de una interacción cordial y personalizada, sin vasallaje, cercana, pero no confianzuda y clásica en sus antecedentes y actual en sus consecuentes; resistente a las modernas usanzas, porque en ella lo nuevo es la tradición y ésta no pasa de moda.

Por todo ello,- y por muchas otras motivaciones, - acudir a Casa Morán es algo más que una inercia; es una bendición profana y provechosa que nos redime de la trágala y de tanta vanguardia y permite que nos reconozcamos en olores y sabores de otros tiempos ya casi perdidos y confraternicemos bajo un mismo techo en el hogar común de comensales de múltiples procedencias.

Y hace posible, además, que nos reencontremos con Rosita: santina de los fogones, terrenal y en minúscula; pequeñina y galana como Ella; mayúscula patrona de las guisanderas; devota de la amistad bien correspondida; fiel y leal con sus próximos y extraños; espontanea con todos y con todos entrañable; intachable y servicial por carácter y naturaleza; dueña de su vida y de su destino, en la salud y en la enfermedad; integra y congruente en su conducta; de frágil traza y poderosa raza; de paso corto y mirada larga, circular y panorámica; siempre atenta, cordial y cumplidora dentro y fuera del comedor; de ademanes suaves y recio temperamento; de pocas palabras y muchas obras; más de hechos que de dichos; suave y silenciosa y a la vez diligente, oportuna y omnipresente; parece abstraída, pero se entera de todo y casi todo se lo calla; de ingenio rápido y agudo y genio templado y contenido; laboriosa y sonriente como si cada día fuese el primero; paciente y compasiva como si cada día fuese el último; menuda en la apariencia y grande en su interior; de buenos pensamientos y cordiales sentimientos, también buenos y abundantes; firme en sus convicciones, flexible en sus convenciones e inamovible en sus creencias; con los deberes bien hechos en este mundo y para el otro; una mujer distinguida con mandil y corona; la soberana de su casa cuyo territorio se vivifica entre los fogones y se humaniza entre la gente: una mujer, en fin, que se hace querer porque ella quiere lo que hace y quiere a los que la quieren; una gran dama, sencilla y esclarecida, que desde hoy, con sobrados méritos y merecimientos- justa, discreta y sabiamente acumulados-, es hija predilecta de su pueblo, por la suprema y colectiva voluntad de sus convecinos: la primera y, en su género, la impar Rosita:

por todos, bienvenida; con todos, “bienavenida”; para todos, bienhechora y entre todos, bienaventurada.

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