Opinión
El silencio de nuestras aldeas
Irreconocibles. Así se aparecen hoy a la mirada de quienes conocimos aquellas tradicionales e históricas unidades de poblamiento, que salpicaban, vertebraban y caracterizaban el paisaje de nuestra geografía asturiana. El proceso de transformación, y tal vez de desaparición, que está llegando a su última fase en nuestros días ha sido lento y complejo al ser muchos los factores que contribuyeron en el mismo.
Sin ánimo detractor, nostálgico ni catastrofista, podríamos apuntar que, entre otros, el éxodo rural hacia espacios urbanos a partir de mediados del pasado siglo XX ha sido un factor decisivo de este movimiento, incrementado por los efectos de la Ley General de Educación de 1970, que en un intento de poner en práctica un modelo organizativo y de gestión de recursos y alumnos, apuesta por las concentraciones escolares y, consecuentemente, con el desarraigo de la población escolar de su propio entorno. No menos importante nos parece en esta deriva hacia la transformación del medio rural la pérdida de los valores conservadores que caracterizaron tradicionalmente al campesinado y el consecuente deterioro de sus creencias religiosas.
El templo parroquial ya había ejercido desde lejanos tiempos medievales de ámbito socializador al ser, por excelencia, el lugar desde el que se convocaba el concilium a son de campana tañida, y en el que se ejercía la cura pastoral, un ministerio que aglutinaba e identificaba a la comunidad vecinal en torno a un eclesiástico cuyo perfil religioso también se ha transformado, tanto que hoy más bien parece un simple ejecutivo del culto, ajeno a cubrir las necesidades espirituales del rebaño.
Las estrategias municipales trataron de hacer frente a esa lenta agonía de nuestras aldeas, y en un intento de revitalización las dotan de servicios que les confiere una nueva imagen de carácter pseudourbano. Resulta, pues, evidente que la bucólica estampa de aquellos primitivos núcleos de población ha desaparecido y con este fenómeno transformador también muchas de nuestras tradicionales costumbres, la gran mayoría de nuestro patrimonio sensorial. Un modo de vida, en definitiva, que caracterizó nuestra existencia, y que solo nos queda patente en obras literarias de algunos de nuestros escritores.
El redescubrimiento del mundo urbano de estos espacios rurales, tan en boga últimamente bajo los cánones del turismo, no soluciona las carencias de su población; son movimientos estacionales no identificados en lo más mínimo con la tradicional y centenaria cultura del mundo rural. Si se me permite, recuerdan aquellos movimientos migratorios que hacían las golondrinas, les andarines, cuando venían que ya no lo hacen, a principios de verano para marcharse en el ocaso de la estación estival. Pero con la diferencia de que estas aves eran esperadas para remarcarnos el calendario, para convivir bajo los aleros o el corredor con sus característicos nidos, y para prodigarnos, a los más fieles, toda clase de suerte y prodigios benéficos.
Las aldeas, a pesar de todo, seguirán en silencio, con escasa actividad y a la espera de mejores tiempos, cuando en nuestra mentalidad se cambie la idea de la naturaleza como lugar de ocio en detrimento de la naturaleza como fuente de recursos. Largo me lo fiais. La verdad es que no faltan desde hace años propuestas, ni discursos teóricos, ni congresos, grupos de trabajo y demás iniciativas para abordar el tema, pero si todo va a ritmo de postulados teóricos, llegaremos tarde y se corre el peligro de que nuestras aldeas vayan camino de convertirse en parques temáticos. El agravante de tal situación vendrá dado por la total desaparición del vecindario lo que acabaría, no lo espero, simulando con cartón piedra las figuras de los antiguos paisanos.
Situaciones de nuestro tiempo. Ni defensor, ni detractor del tema, solo un observador que mira con escepticismo la realidad que nos envuelve, sin dejar de pensar en las consecuencias y en el papel que puedan jugar los nuevos colonizadores de nuestras identitarias y primitivas unidades de población.
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