Relatos sobre vitela

Los otros emigrantes que fueron a Madrid

La parroquia de Borines registró desde el siglo XVII un frecuente éxodo de vecinos con destino a la capital

Andrés Martínez Vega

Andrés Martínez Vega

Identificado a menudo el fenómeno migratorio asturiano con el viaje a ultramar y con el tan popular personaje conocido como "indiano", la historia de la emigración asturiana tiene un capítulo específico protagonizado por la corriente que desde el siglo XVI dirige a miles de paisanos de nuestra región hasta Madrid.

Se trata de un colectivo, los conocidos como "hijos de Pelayo", integrado prioritariamente por campesinos que sin ningún tipo de formación, y llevados sobre todo por la fuerza de la juventud, viajan a la capital, en donde desarrollan múltiples oficios, huyendo de la precaria coyuntura que viven y sorteando mil dificultades en búsqueda de unas mejores condiciones de vida conseguidas, ciertamente, en algunos casos.

Al igual que en el resto de Asturias, el registro de este significativo grupo social alcanza en la comarca centro-oriental asturiana cifras realmente altas y esclarecedoras de tan significativo movimiento. El concejo de Piloña ocupa un lugar destacado en esta clasificación, y en su mapa parroquial podemos señalar la feligresía de Borines como el territorio en donde se observa un éxodo continuo hacia la Corte desde el siglo XVII.

De casi todas sus aldeas o caseríos tenemos ejemplos de aquellos jóvenes y hasta niños que abandonaban el viejo terruño en el empinado solar de la cuesta del Sueve, aprovechando la red familiar o vecinal que les incorporaba al desarrollo de oficios hasta cierto punto monopolizados en la capital del reino. A finales del siglo XIX y coincidiendo con la inauguración y actividad desarrollada por el famoso Balneario de Borines, se justifica igualmente aquél éxodo hacia la Corte, pues muchos de los usuarios del balneario, –políticos, nobles, alta burguesía, representantes de la Iglesia– llevaban para su servicio bastantes mozos y mozas, que como gente de plena confianza ejercían de amas de llaves, cocineras, mayordomos o nodrizas.

Con anterioridad a la apertura del balneario, el fenómeno migratorio ya era en esta parroquia un hecho generalizado. De entre los muchos feligreses que desde la citada localidad partían podríamos mencionar, a modo de ejemplo, el caso de Manuel del Valle González. Natural de la aldea de La Infiesta (Borines), emigró siendo un niño a Madrid, en donde trabajó como dependiente en un comercio. Al poco tiempo ya era propietario de tres establecimientos de ultramarino que le procuraron una gran fortuna y mucho prestigio en el mundo de los negocios.

Semejante ascenso social no le hizo olvidar a su aldea natal, a la que regresaba todos los veranos a disfrutar de la finca y hermosa casona que en la misma había levantado con su esfuerzo, a base de penurias y mucho trabajo. Tampoco renunció a dejar inmortalizado su nombre, al adoptar la clásica conducta de los indianos de favorecer generosamente a sus convecinos.

En la última década del siglo XIX levantó a sus expensas la escuela de niñas de Borines, un centro que procuraba erradicar el analfabetismo femenino de la parroquia, una decisión inusual en el panorama educativo de la región y que, posteriormente, donará al Ayuntamiento de Piloña. Además, pagaba anualmente los premios entregados a las alumnas a final del curso, como un recurso de motivación escolar; y les compraba las ropas necesarias para todo el año, otra forma de mitigar el absentismo.

Las obras de embellecimiento de la iglesia parroquial también eran sufragadas por tan ilustre vecino, que ordena rematar la torre del templo poco antes del año 1914 con el valioso reloj que aún la corona. A aquel niño salido de La Infiesta ya se le trataba como Don Manuel, el personaje que, al igual que cualquier indiano, presidía las celebraciones festivas del pueblo, la ocasión perfecta para granjearse la admiración, el respeto y el cariño de sus vecinos.

Nuestra región sigue siendo tierra de emigración, pero poco sabemos de los jóvenes que se ven obligados a marchar. Desde luego, su comportamiento no es el mismo de las generaciones anteriores.

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