El Campo San Francisco marcó mi adolescencia: paseos, barquillos, un banco donde hacer novillos y hacer el oso, con «Petra»; bailes, besos con promesa... De aquella, tiré en la Fuente de las Ranas una llave maestra que me permitía acceder a múltiples e insólitas concupiscencias sin límite; me deshice de ella, atemorizado ante arma tan poderosa, don más funesto que una corona, que podía volverme estúpido. Noches después, regresé a la fuente a buscarla en vano; aun hoy, cuando paseo por el Bombé, siento su ojo único mirándome desde el fondo del estanque. En momentos de debilidad, descalzo y remangado, continúo la búsqueda, a palpo, rompiendo mis reflejos en pos de aquel abracadabra. Cuarenta primaveras pasaron y nunca reparé en las flores del Campo, sólo pienso en la llave. De buena me libré si la comió una rana de bronce para convertirse en príncipe.