Suele afirmarse que «quien sabe mirar, ve», y este aforismo cobra especial relevancia cuando nos referimos a la poznera, figura relevante del derecho consuetudinario asturiano que ha tenido un pasado glorioso, un presente significativo y, quizás, un futuro por descubrir. Efectivamente, «quien sabe mirar, ve». Quien transite los montes comunales asturianos o los caminos rurales colindantes con los numerosos ríos, regueros y riachuelos que salpican nuestra geografía, si mira, ve que muchos árboles conservan en sus cortezas la huella de marcas, signos o letras que, lejos de tener un significado poético o amoroso, evidencian la presencia del denominado derecho de poznera.

Esta figura ya fue objeto de atención por parte de Francisco Tuero Bertrand en su «Diccionario de derecho consuetudinario e instituciones y usos tradicionales de Asturias», en el que recoge variantes de la misma en Extremadura, Navarra, Vizcaya y en varias comarcas de Castilla y Andalucía, resaltando, sin embargo, que donde reúne los rasgos más emblemáticos y se da con más frecuencia es en Asturias.

La compilación del derecho consuetudinario asturiano la incorpora como una de las veintitrés instituciones que la integran y la configura con rasgos muy similares a los descritos por el señor Tuero Bertrand.

El derecho de poznera tiene como antecedentes los «arbora signata» como prueba de dominio de la época romana y es una costumbre que ya fue recogida en el Fuero Juzgo. En Asturias esta costumbre aparece regulada en ordenanzas municipales y de parroquias que en ocasiones la conceptúan como un derecho-deber, combinando ambas vertientes al reconocer el derecho de los vecinos de plantar árboles para sí y el correlativo deber de plantarlos para el común. La fórmula protocolaria que se emplea a la hora de documentar de forma genérica los árboles en poznera es la de «árboles interpolados».

El derecho de poznera, que encierra la potestad de plantar, poseer y usufructuar árboles en terreno comunal, y en ocasiones público o ajeno, sin que ello genere derecho alguno sobre el terreno, surge de la combinación de tres circunstancias: la escasez de tierras propiedad del campesino asturiano; la importancia que tenía para el campesino el cultivo de los árboles frutales y, en concreto, de los castañales, que tan importante papel jugaban en su alimentación; y la diferencia entre suelo y vuelo, ya que la propiedad del terreno y del árbol tenían titulares no coincidentes.

El derecho de poznera supone tener la propiedad sobre el árbol que se planta aunque el terreno pertenezca a otra persona o entidad. Generalmente, solía hacerse uso de este derecho en montes de terrenos comunales o públicos, que, por otra parte, eran los más apropiados para plantar castaños, especie más común, sin perjuicio de que el derecho también se extendiese a robles, hayas, abedules, avellanos y nogales. Esto no impedía que el derecho de poznera pudiera utilizarse en terrenos particulares siempre que el dueño de dicho terreno estuviera de acuerdo con ello.

El derecho de poznera, al implicar la propiedad sobre el árbol, se extiende también a los frutos y a los esquilmos (leña y hojas), así como a la capacidad para podarlo o cortarlo cuando fuera necesario, y no impedía al dueño del terreno disponer de éste con toda libertad.

Utilizado el derecho de poznera y para no confundir los árboles propios con los de otros usuarios de dicho derecho, en el tronco se graba un signo, denominado marco, que identifica a cada propietario o a cada casería del pueblo. Existen gran variedad de marcos, entre los que destacan los denominados «parrilla», «pata de gallina», «xugu», «felechu» o «felechu invertíu». También pueden emplearse las iniciales del nombre del dueño, lo que no es más que un ropaje nuevo para una vieja costumbre implantada a partir de la alfabetización generalizada de la población.

El derecho de poznera está complementado con el denominado derecho de pañada, que se extiende a la recogida de frutos hasta donde alcanza la llamada «sombra del árbol».

En cuanto a su duración, el derecho de poznera persiste mientras el árbol o sus retoños permanezcan con vida; subsiste con independencia de que el terreno en el que recae cambie de propietario o poseedor, y se extingue cuando el árbol se muere o se tala, pasando las raíces y el tocón a ser propiedad del dueño del terreno.

En cuanto a su naturaleza jurídica, son varias las tesis que se han mantenido. Unos afirman que equivale a hacer coto, vedado o presura, pues todo árbol arrastra consigo, jurídica y económicamente, el espacio de tierra que ocupa, que esquilman sus raíces y que sombrean sus ramas. Por eso el Código Civil los define como bienes inmuebles, de tal manera que el derecho de poznera no es solamente un derecho sobre el vuelo, sino también sobre una parte del suelo.

Para otros, constituye bien una servidumbre, fundándola en la existencia de un predio dominante, bien un mero usufructo caracterizado por el derecho de recoger los frutos de los árboles.

Otros, por último, la consideran como una excepción a la doctrina general romana de la accesión por plantación; como una división del dominio del suelo y el vuelo de un monte o bosque.

La ley 443 de la compilación del derecho civil foral de Navarra contempla esta figura estableciendo que «podrá constituirse un derecho real de plantación en suelo ajeno. En tal caso, pertenece al concesionario la propiedad de la plantación separadamente del dominio del suelo».

En todo caso, el derecho de poznera no pertenece al pasado: es presente y futuro.

El repoblamiento de los montes y la recuperación de nuestro patrimonio natural, tan en boga en la actualidad, debe pasar necesariamente por fomentar la implicación de los vecinos y, a buen seguro, la revitalización del derecho de poznera jugará un papel muy importante en esta tarea.

Ignacio Arias es letrado de la Junta General del Principado de Asturias.