Chus NEIRA

Llega el fotógrafo y la pintora Kely Méndez Riestra acaba poniéndose el traje de faena, abriendo los tubos de pintura y amasando un blanco nebuloso en un rincón del gran lienzo en el que trabaja. Es un detalle de sima o grieta imposible. Fuera, tras los cristales, la sierra del Aramo y toda la cordillera ha ido variando tonos y texturas con la cadencia resultante de la luz de junio y los bancos de nubes de otra estación, todavía dominantes. Más cerca de los dos ventanales que presiden el estudio de la pintora ovetense, las rondas de circunvalación de la ciudad trazan líneas maestras con otro ritmo acompasado de tráfico vespertino. Y justo al otro lado de la calle, primer plano, de las torres de los últimos edificios encaramados a la salida Sur de la ciudad tienden toallas, pijamas, calcetines. Nada de esto reclama la atención de Kely y su obra, pero todo el exterior, la ciudad ahí fuera, se da en el mismo tiempo y acaba por tender llamativos juegos de relación.

Kely nació en Oviedo, vivió en Oviedo y durante muchos años pensó que tenía que salir de aquí. Quería marcharse y no pudo. Y la frustración por la partida imposible se fue difuminando. «Mi relación con la ciudad, con los años, se ha ido haciendo más fluida, mejor. Y no tiene que ver con la ciudad. Es un estado interior. Cuando uno está a gusto consigo mismo, puede estar bien en cualquier sitio. Así todo, Oviedo me va gustando más, aunque el motivo no lo sé». En realidad Kely no tiene un fuerte sentimiento de patria chiquísima. Con un padre de Laredo destinado en Madrid, una madre de Avilés, una fuerte relación con Gijón desde la infancia y un afán viajero importante, la nacencia acaba yendo por dentro. Vivió en Viaducto Marquina y desde hace años está en Bances Candamo, pero durante mucho tiempo buscó fuera las novedades y sólo logró un cansancio inmenso. «Hasta que me di cuenta de que lo que me proporciona alegría está dentro. Que la ciudad, mi estudio, mi casa, mi familia, es un refugio». Aquí está bien. Y ese localizador presente no sólo se refiere al estudio de El Cristo que descubrió hace dos años. Ni a su casa. Ni a su ciudad. El proceso que llevó a Kely de la búsqueda algo angustiosa a la paz interior le hizo cambiar también su relación con la pintura, y de ahí con el mundo. «Ahora, pintar, es un juego, un juego divertido, le he quitado trascendentalidad. En ese proceso estoy. La pintura ya no tiene ninguna finalidad, ningún objetivo ni razón de ser. Trato de no interponerme entre el ser humano que soy y lo que pinto. Es pintar fuera de los límites de la razón, pero no en el sentido de ser un médium, no hablo del trance o la pintura revelada. Hablo de dejar a un lado los condicionantes, todo lo que supone una trayectoria y sus cuestiones enajenantes». Cuando Kely pinta no piensa en el punto negro, la línea o la montaña. Kely es la montaña. Por la calle, sucede lo mismo. El mirar la ciudad con nuevos ojos le ha permitido descubrir la felicidad en las ondas que proyectan las gotas de lluvia en un charco. Con este espacio luminoso en Álvarez Lorenzana sucede lo mismo. Cuando lo visitó, en obras, esos dos grandes ventanales le dijeron que era el lugar. Sin horario y con constancia diaria, Kely se encuentra aquí con el lienzo. Disfruta y descansa. Como si este sitio hubiera sido siempre el suyo. Como si, al fin, el corazón y el exterior fueran uno y su ciudad, su patria, estuviera aquí dentro. Y todo eso, al ponerse el mono y trabajar en el cuadro, mientras fuera avanza la tarde, tiene algún sentido. Está bien.

Kely Méndez Riestra (Oviedo, 1960) siempre pintó y dibujó, pero tuvo que dar muchas vueltas y pasar por varias disciplinas, también por Filosofía y Letras, hasta «conocer la pintura». Desde ese momento, mediados de los noventa, entra en galerías, se hace profesional. Su obra se ha visto y se ve en Asturias, España y Europa, principalmente. En octubre volverá a Vértice. En enero, expone en Viena, en Mario Mauromer.