Habría que repensar las sinfonías de Chaikovski, seis numeradas, la «Manfredo» y la «Sinfonía en mi bemol mayor» -reconstruida y orquestada por Bogaritev y «estrenada» en 1962-, todas, menos la «Tercera», escritas en modo menor, el modo con el que describir y mostrar mejor la tristeza. Sumémosle esto: «La esencia última del plan de la sinfonía es la Vida. Primera parte: todo impulso, confianza y sed de actividad. Debe ser breve (final Muerte, resultado del agotamiento). Segunda parte, amor; tercera: desilusiones; cuarta, acaba desvaneciéndose, también breve», escrito por el compositor un año antes de su muerte.

Añadamos que Chaikovski se suicidó envenenándose pocos días después de terminar la «Patética», su último escándalo sexual con un menor no le dejó otra salida -dato que se ignora, omite o tergiversa, algunos hasta lo matan de cólera en sus biografías-, y comprenderemos mejor que esta sinfonía es su testamento vital. El último movimiento no es, pues, fruto de la supuesta teatralidad que algunos le reprochan. ¿No adquiere otra dimensión la escucha de la «Patética» y, especialmente, el paroxismo de su último movimiento? Los músicos de la «Orquesta Sinfónica Chaikovski» y Fedoseyev, sus notas no son un misterio, sabrán la sinfonía prácticamente de memoria, aunque seguramente algunos todavía ignoren las verdaderas circunstancias de su muerte.

En el comienzo de su interpretación el impulso y la confianza fueron poco a poco mostrándose hasta alcanzar la adecuada altura y calmar la sed de intensa actividad del oyente ante tamaña composición. Todo fue tomando impulso poco a poco, casi según el planteamiento con el que está diseñada la composición. El clímax llegó en el último movimiento, al margen del efecto directorial de Fedoseyev, que no mostró un ápice de carisma, ni parecía inmutarse -ya superados los 70 años-, ante las cotas de dramatismo que alcanzaba la composición, pero la propia fuerza de la música y la interiorizada y sabia interpretación orquestal sí lo hicieron.

La «Quinta» de Shostakovich resultó demoledora en su impronta, absolutamente espectacular en su intensidad sonora, y constituyó en su conjunto una interpretación de referencia. Los conciertos tienen dos partes y nunca nos adelantamos al final. En esta ocasión fue ésta la que se hizo con la gloria. Muchos años -y kilómetros a la redonda, ya que éste fue el único concierto de la orquesta en España- nos separan de una interpretación de una «Quinta» como la que hemos podido disfrutar. La aparente o real sangre fría -o necesariamente dosificada- del reputado director sí se adaptó a la más intelectualizada creación «shostakovichiana».

La formación orquestal, concentrada al máximo en esta obra genial, abandonó los gestos teatrales -hasta el mismísimo timbal que desde el comienzo atrajo la atención de todos, boquiabierto y expresivamente gesticulante en su paseo triunfal casi memorístico del Chaikovski, cambió el rictus a la seriedad-, la maquinaria rusa se entregó a una interpretación para la memoria. En los detalles individuales y en su planteamiento global parecieron identificarse, quizás por cercanía histórica, con el contexto en el que desarrolló su expresión Shostakovich, y se produjo el milagro. Reivindicamos la fuerza como gesto expresivo. Una fuerza que en lo obvio no deja de tener una enorme repercusión en las interpretaciones en vivo. Las octavas de las cuerdas -que gozaron en toda la obra de una uniformidad y sonoridad ejemplares- rozaron la perfección, el unísono de violonchelos se recordará años -¡y sin más atriles que el de otras orquestas!-, y el último forte de timbal aún estará vibrando en el escenario.

Pero no nos pararemos en quebrar la visión general magnificando detalles, algo hermoso sucedió de principio a fin en esta «Quinta», y así lo recordaremos. Los dos grandes genios del sinfonismo ruso frente a frente. El primero, descarnado en su excesivo sentimentalismo, que no acalló la intranquilidad del personal -¡cómo se puede carraspear tontamente en el penúltimo segundo del final de la sinfonía, por cierto, de una gravedad sonora de poner los pelos de punta, o comer chicle compulsivamente con la boca abierta de principio a fin y luego aplaudir!-; el segundo, con un monumental sentido de la organización más intelectualizada, que se transmitió a toda la sala con mágico efecto.

Parafraseando a Cocteau, ya que estas maravillas nos superan, nos queda la ilusión, al escucharlas, de que las organizamos nosotros mismos. El «Vals» de Shostakovich, no el archiconocido de la «Jazz suite n.º 2», y la danza española final -«España es la mejor», sentenció Fedoseyev con gracia desde el podio para despedirse- levantaron al público de sus asientos.