El «Mephisto-Walz n.º 1» de los «Dos episodios sobre Fausto», de Lenau, en los que se describe cómo Fausto y Mefistófeles entran en una taberna en la que se celebra una boda y en la que, tras hechizar al personal, Fausto consigue llevarse a la novia al bosque?, la irónica propuesta de Weill con su «ballet chanté» «Los siete pecados capitales», composición que no oculta en su sensualidad la agridulce estética de entreguerras, y la «Sinfonía n.º 3. El ángel de fuego», de Prokofiev -«o un relato verídico relacionado con el diablo, que a menudo se aparece a una dama bajo la imagen de un espíritu de luz para seducirla hacia acciones pecaminosas?»-, dan idea del trasunto que ocupó el guión del concierto. No es de extrañar que ofreciera Foster, para tranquilizar, la orquestación realizada por Debussy de la «Gymnopédie n.º 1» de Satie, personaje tan excéntrico como influyente que oscila entre el casi inocente goticismo, en este caso, y el cabaret. Foster no se anduvo por las ramas en el diseño de un programa en el que sorprende el modernismo del Liszt, no deja indiferente la propuesta de unos pecados capitales, no al uso, a los que quizás les faltó un punto de actuación para hacer la escena más convincente -sobre todo, a un público no germanoparlante-, y un Prokofiev que resulta de una paroxística mixtura, de base canónica -dejando aparte el tercer movimiento, con su frenética efervescencia en el uso de la cuerda-, exuberancia y audacia temática -orquestada con metálica densidad o bien nacaradamente delicada como sólo Prokofiev sabe hacer-, y una nutrida densidad y complejidad orquestal, en ocasiones excesiva y algo tosca, que en su conjunto se tambalea entre lo programático -está reelaborada a partir de materiales temáticos de la ópera homónima-, y lo puramente orquestal. El maestro, frente a la cercana en el tiempo y más apática dirección de Fedoseyev, se dio con entrega y precisión a la labor directorial, constituyendo la eficacia e impulso energético la base de su éxito al frente de una orquesta brillante en la cuerda y hermosamente empastada en el viento, debido, en parte, a la disposición orquestal.

Otra cosa es el efecto que un programa como éste, previsible si se escucha antes, causa en el oyente. Puede sorprender la modernidad del Liszt -para mediados del XIX, les saca varias cabezas a decenas de compositores incluso muy posteriores-, también nos permite valorar la clara definición orquestal de la que la Gulbenkian hizo gala desde el primer momento, podemos concentrarnos en el Weill o quedarnos un tanto indiferentes -encantadora y vocalmente diáfana interpretación de Angelika Kirchschlager, aunque poco sugerente en lo gestual, «y ella mostró gratis su trasero blanco más valioso que una fábrica», dice, incluida la acertadísima misión del cuarteto vocal-, o disfrutar del sonido directo de una obra que suma y sigue en el sinfónico frenesí demoniaco propuesto, de factura un tanto irregular en el Prokofiev. Tendemos a idealizar en exceso lo que es bueno. «Ni yo ni el público entendió un solo movimiento de la obra. Su textura es demasiado densa. Poseía demasiados estratos de contrapunto que degeneraron en una mera figuración», dijo el propio Prokofiev al escuchar su «Segunda sinfonía» y, aunque descontextualizado, en algunos momentos también pudiera haberlo dicho de su «Tercera». Con lo visto y no visto -hay que tener fe- de inmundicias sexuales con las que a diario nos ilustra la prensa, cualquier voluptuosidad sensual demoniaca que aflore en estas bellas obras musicales se nos antoja, gusten o no gusten, de una encantadora decencia. ¿Se ha escandalizado usted?