Sésamo, ajonjolí, alegría y jijirí, son nombres de una planta oleaginosa cuyas semillas ya se utilizaban en el Egipto de los faraones, como alimento exquisito y energético, para acompañar a la masa del pan y para favorecer la lactancia de las madres. Es herbácea, alcanza 1,5 metros de altura y sus frutos, cápsulas algodonosas, contienen semillas aplanadas que lo curan todo, remedian lo imposible e, ítem más, regulan el colesterol, gracias a su amplia variedad de principios nutritivos de alto valor biológico. «Sésamo» era también, y no parece casualidad, la palabra mágica que escuchó Alí Babá a los 40 ladrones de «Las mil y una noches»; al mentarla se abría la cueva donde escondían su corazón, o sea, su tesoro. Pero era necesario decir «¡Ábrete sésamo!», no valía «¡Ábrete ajonjolí!». No obstante, las palabras, como las plantas, son hijas de la tierra y también se pudren.