D. O.

Luchó por defender vidas ajenas, pero no se preocupó por la suya, Faustino Ania Fervienza. Cuando el hijo de Tino Ania, Iván, perdió la vida arrollado por un tren cuando regresaba a casa tras un entrenamiento de fútbol y decidió acortar el trayecto hasta Ciudad Naranco cruzando las vías, su padre inició una batalla para que no hubiese más víctimas. Caminó 479 kilómetros desde Oviedo hasta el Congreso de los Diputados en Madrid para pedir medidas de seguridad en los trazados ferroviarios urbanos. Al llegar a la capital entró por Puerta de Hierro y resumió: «Si esto sirve para salvar una vida humana, aunque sea una sola, habrá merecido la pena».

Miró por los demás, para que nadie más muriese atropellado por un tren, pero se olvidó de su propia vida.

Ganó el pleito contra Renfe y recibió una indemnización de seis millones de pesetas. Pero no le sirvió de nada. La vida le llevó a los bares, no pudo soportar la pérdida y naufragó ahogando sus penas en alcohol. Bebía demasiado, todo el barrio lo sabía, y tuvo una época, «hace unos años», dicen los vecinos, en que se juntó con lo peor de la ciudad. Desde hacía tiempo necesitaba un bastón para caminar. «Metió a una yonqui en casa y vino el novio de ella y le pegó una paliza», recordaba ayer una vecina que le conocía muy bien.

Las drogas y el alcohol son un cóctel terrible por sí solos, pero si se suman a un estado depresivo acaban destruyendo a una persona. Nadie en el barrio recuerda a Tino haciendo daño ni molestando a los vecinos. Era un tipo inteligente, leído, que citaba a Pemán y que supo moverse perfectamente en una lucha de David contra Goliat involucrando a los políticos. No es fácil sumar apoyos a una causa cuando la lucha es contra una compañía del tamaño de Renfe, pero él lo logró.

Los problemas se veían venir. El hombre se abandonó, perdió cualquier atisbo de aquel tipo con traje y corbata que convenció a los diputados de que había que hacer algo para que no hubiese más muertes. El síndrome de Diógenes, el que lleva al afectado a acumular basura, se quedó a vivir con Tino en el quinto piso de la calle Augusto Junquera, la misma casa a la que Iván Ania nunca regresó de aquel entrenamiento. Ahora los vecinos quieren pasar página: «¿Lo limpiarán todo pronto, verdad?», repetían ayer en la calle.