Resulta sorprendente, sabiendo de antemano lo que da de sí, incluir la «Suite flamenca» de Pavón en unas Jornadas de Piano que Luis Iberni impulsó para mostrar las más grandes obras de la literatura pianística universal interpretadas por los mejores intérpretes del panorama nacional e internacional. Se ha ensanchado el criterio en las Jornadas, peligrosamente, desde este seudoflamenco sinfónico con piano y guitarra al pianismo (¡!) del clave de Leonhardt. Siempre se marcó Iberni cotas ambiciosas en la programación musical de las Jornadas que ahora llevan su nombre y supusieron una apuesta personal materializada en un acierto programático, prácticamente indiscutible.

Una galáctica y prolija estirpe «flamenca» a la que perteneció Pavón (1930-2005) y sus conocimientos pianísticos no parecen suficientes para situar esta obra entre las, ni remotamente, destacadas de la literatura pianística universal, aunque sí lo pueda ser en el contexto de la música andaluza de «fusión», que de la mano de una formación instrumental como es una orquesta sinfónica sitúe el flamenco -que puede con casi todo- en un marco «clásico». Aunque esto por sí solo no hace más grande lo que ya es inmensamente grande como reconocido Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO que es el flamenco. Lo primero que llamó poderosamente la atención de los maltratados pabellones auditivos del respetable fue la innecesaria, en el caso del piano, sin discusión, amplificación. A nadie se le ocurriría jamás amplificar un instrumento que ha costados tantos miles de euros para, finalmente, hacerlo sonar como un cansino teclado callejero.

La cuestión no es si el equipo es bueno o malo -al menos en esta ocasión no ha venido acompañado de ruido de fondo-, en todo caso sí si es el apropiado, que no lo fue, y cómo se ecualiza y se balancea su utilización respecto a la orquesta y el sonido que se pretende generar. Además del dinero que ha costado. Ahí el director debería de haber intervenido con más decidido aplomo, como último responsable musical que es. La amplificación en la guitarra, facultativa en todo caso, debería ser un mero apoyo acústico que potenciara discretamente la debilidad sonora de la que adolece el instrumento en este contexto, pero prácticamente sin que esto se perciba, y menos como algo artificial, electrónico y con mediocre calidad. Imaginamos que Ricardo Miño posee un valioso instrumento cuidadosamente construido al cual mima sin límites. Lo verdaderamente vergonzoso fue lo del piano, nunca habíamos visto en la historia de la Jornadas sonrojarse así al preciado Steinway del Auditorio, ridículamente vestido de esta traza sonora.

La obra de Pavón fue grabada en 1965, en 1966 se presentó en la plaza Mayor de Madrid con un ballet gitano, dirigida por el maestro Benito Lauret -que protagonizó en su momento el resurgimiento de la Orquesta Sinfónica de Asturias-, y del que estrené sus dos últimas composiciones en vida, para gaita y orquesta sinfónica, fruto, cómo no, de su paso por nuestra tierra; y en Oviedo la escuchamos hace apenas un año, en un concierto organizado por la peña flamenca asturiana «Enrique Morente» y acompañada por una bailaora, interpretación que dirigió Max Bragado Darman. En contextos así, aderezada, la obra funciona, pero ya sabíamos -no todos, parece- que no levanta el vuelo como gran obra de concierto. Sus ocho partes a modo de suite -¿por qué se indica en el programa una duración de treinta y cinco minutos cuando dura casi cincuenta?- no ofrecen un verdadero desarrollo ni individualmente ni en su conjunto, son meramente episódicas, de una estética musical exasperadamente convencional en la mayoría de los casos, y en no pocos momentos decae en su interés hasta el límite de lo soportable, utilizando la misma cadencia frigia repetidamente hasta la extenuación y similares giros melódicos, ahora en el arpa, ahora en la trompeta, y así desplegando el abanico de su orquestación. La asociación, tangencial, con Falla que apunta Ramón Sobrino en las notas al programa se nos antoja en exceso generosa.

Los intérpretes que, como flamencos que son, dieron muestras de hondura ahí donde se lo permite el esquema musical, cosecharon una nutrida ovación, especialmente entre los incondicionales, dando una propina, en la misma línea de modulante monotonía, que nos sacó al descanso una hora y cuarto después del comienzo. Desde el palco se escuchó el único bravo y también un expresivo «¡Agua!» en mitad del bis. Que ni pintado.

El contrapunto a todo esto vino en la segunda parte con la orquesta Oviedo Filarmonía entregada, no es de extrañar, y con brillantes resultados musicales en la «Sinfonía sevillana» op. 23 de Joaquín Turina. A destacar los solos, especialmente los de Andrei Mijlin. Esta sí es una obra con una maestra estructuración formal, a mitad de camino entre la forma sonata y el poema sinfónico, de delicados y velados matices, sin recursos andalucistas manidos, y sí con personalidad musical propia. Una obra de extrema delicadez, de tamizada evocación andaluza, bien orquestada y de una modernidad mayor que la anterior escuchada, compuesta casi cuarenta años después, con muchas menos notas y no digamos mordentes, a los que, por cierto, no son ajenos los giros en la música popular asturiana. La primera parte, para ser suficientemente gráficos, fue un enorme hule coloridamente estampado -aun cuando los motivos gusten más o menos-, y la segunda, el precioso encaje de un bello mantón de Manila. En esta ciudad nos pesará siempre que la obra sinfónica prácticamente íntegra de la compositora asturiana más importante y de mayor modernidad respecto a la música del momento, María Teresa Prieto, la haya tenido que grabar una orquesta andaluza, bajo la dirección del maestro Temes, y en su ciudad natal, se la siga ignorando escandalosamente. ¿Por qué diseñar un concierto íntegro en función de la «nacionalidad» estética de los compositores, en vez de la calidad de las obras que lo integran? Por imperativo legal, suponemos. Imaginemos que las dos partes del concierto hubieran sido igualmente afortunadas, ¿por qué -pensando en asturiano- un excelente pote y, después, fabada? ¡Agua!, por favor.

Tendremos que esperar a próximos conciertos para que lo escuchado hasta ahora en el inicio, todavía, de temporada de conciertos se empiece digerir. Enhorabuena a Conti en su casi debut como flamante titular de Oviedo Filarmonía, en el que, además de aportar profesionalidad y gusto en la parte directorial -que no en la elección del programa-, tuvo la deferencia de aprenderse la obra de Turina de memoria. ¡Más agua!