París, 24 de Junio. Reparto de campanillas en el Palais Garnier para una producción de «La Donna del lago» que en su estreno unos días antes logró que el público despidiera al director de escena (Lluis Pasqual) con un sonoro abucheo, mientras que a los cantantes (Juan Diego Flórez, Joyce DiDonato, Daniella Barcellona, Simón Orfila y Colin Lee) les premió con grandes ovaciones.

Huelga de funcionarios que afecta al personal técnico del teatro, por lo que la función se da sin decorados, aunque con los personajes vestidos para la representación y la orquesta en el foso. Los decorados, por las noticias que tuvimos, poco añadían al espectáculo, pero me hubiera gustado verlos. Eso sí, los solistas estaban vestidos más o menos de época, pero el coro iba de gala: «cravate noir» para los caballeros y «robe de soir» para las damas, como dicta el protocolo. Igual que el público que, bajo un calor agobiante, aguantó como pudo la excesivamente larga duración del evento, debida a la lentitud en los tiempos del director, un Roberto Abbado que en ningún momento le dio a la partitura la viveza y chispa propias de Rossini. Bien los cantantes en general, sin deslumbrar del todo la estrella de un Juan Diego Flórez con problemas de salud, excelentes Joyce DiDonato, Daniella Barcellona y también, aunque menos, Simón Orfila, más que nada por lo corto de su papel. Los problemas físicos de Flórez le impidieron al día siguiente asistir a la comida que teníamos programada con él, a la que sí asistieron Daniella Barcellona y Simón Orfila, la primera acompañada de su marido, el director de orquesta Alessandro Vitiello, gran conversador y conocedor como pocos del mundo de la lírica.

A los dos días «La Walkiria» en La Bastilla. Impresionante orquesta y excelente labor musical del director, un joven pero ya maduro en lo artístico Philippe Jordan. Voces, algunas no muy grandes, pero si excelentes técnicamente, y, lo que no es muy usual en dicho repertorio, casi todas dotadas de un bello timbre. Lástima que los decorados y vestuario, un «mix» entre moderno y antiguo, no recogieran en absoluto la poesía y lirismo que la obra de Wagner lleva implícita. La producción, con pretensiones y con algún cuadro de bella factura, poco tenía que ver sin embargo con el libreto. Lo más chocante a mi modo de ver vino con la escena de la cabalgata de las walkirias al comienzo del tercer acto, en el que las legendarias guerreras se dedicaron, vestidas de enfermeras o algo parecido, a lavar a unos hombres supuestamente muertos que entraban y salían del escenario en pelota picada. Y digo chocante porque, si bien la escena puede tener sentido si la entendemos como una simbólica manera de escenificar la tarea de las walkirias -que no era otra que la de recoger a los héroes muertos en batalla y llevarlos al Walhalla- no comprendo la necesidad de la falta de ropa. En pleno siglo XXI no vamos a escandalizarnos por ver cuerpos desnudos en un teatro, sean de hombres o de mujeres, pero me pareció un detalle totalmente gratuito, que buscaba únicamente epatar. A mí me incomodó más que lo que verdaderamente sucede en la escena, perfectamente descrito en el texto que cantan las walkyrias, no apareciera por ninguna parte. En definitiva, el fragmento musical más conocido y esperado por el público pasó sin pena ni gloria. Igualmente transcurrió sin brillo la escena final del primer acto desaprovechando el mágico instante en que Siegmund saca la espada del árbol que sostiene la cabaña de Hunding y que un teatro con medios y dinero como es La Bastilla podía recrear sacándole un gran partido en lo escénico. Más espectacular, sin estar en mi opinión totalmente lograda, fue la escena final del último acto. A pesar de todo, la excelencia de la versión en lo musical, se impuso en esta ocasión a las incongruencias escénicas.

Entre ambas óperas, el día 25, acudimos al Teatro de Le Châtelet, uno de los históricos de París, donde triunfó durante muchos años Luis Mariano, y donde ha triunfado recientemente Emilio Sagi con un revival de «El Cantor de México». Se ponía una nueva versión en inglés de «Los Miserables», musical estrenado en 1980 y basado en la obra homónima de Víctor Hugo. Confieso que fui a la función más que nada por conocer el teatro, sin esperar nada especial del musical. Total sorpresa: «Los Miserables» fue un grandioso espectáculo en el que no sólo emocionaba la música, sino en el que la escenografía, al servicio del texto y de la historia narrada, era un continuo derroche de ideas y movimiento, con alardes técnicos que impactaban irremediablemente en el espectador. La escena de la batalla en las barricadas, la huída del protagonista por las cloacas y el suicidio del malvado Javert fueron momentos cumbres en lo escénico. Al igual que las arias de los protagonistas lo fueron en lo musical. Una verdadera pasada. Todavía hoy me sigo preguntando con malsana curiosidad qué hubieran hecho los responsables escénicos de Los Miserables con La Walkiria.