D. ORIHUELA

Fue en otoño del año pasado, cuando aquí era primavera. Federico Granell viajó a Nueva Zelanda y se apuntó a una excursión al glaciar Franz Josef. Fue como si a Granell se le metiese de manera brutal toda la fuerza de la naturaleza en la cabeza. Y todo lo que vio durante aquella caminata de cinco horas se lo trajo en la maleta como regalo artístico que, una vez procesado y materializado, se puede ver en la sala Murillo (Marqués de Pidal, 17) hasta el lunes.

El gris del glaciar, las decenas de grises distintos, se fundieron con la materia gris del artista que lo convirtió en una colección de obras en distintos formatos.

Igual de aterradora que puede resultar una gigantesca masa de hielo casi al nivel del mar y a poca distancia de una selva subtropical, parecieron a Granell los primeros cuadros que surgieron de la experiencia y que poblaron su estudio. «Era muy duro», resume ante uno de los lienzos que dibuja un camino de piedra sin final aparente. Por eso echó la vista atrás y viajó hasta la mañana en la que había emprendido el viaje, hasta el mismo amanecer.

Es la otra parte de la exposición, en la que la inmensidad deja paso a lo cotidiano, siempre dentro de la soledad que Granell encontró en aquellas tierras. Casas, paisajes más coloridos y hasta una figura humana que se asoma tras una ventana.

Todo ello con el sello de Federico Granell, con esa forma tan suya de llenar espacios gigantescos con pequeños seres humanos. Y siguiendo su costumbre, en medio de la sala, una escultura, un pequeño hombre que camina encogido como si se hubiese perdido en el glaciar, pero tampoco le importase demasiado.