La Guerra Civil alteró la vida ciudadana en todas partes, pero en ningún otro lugar como en Oviedo se vivió tan intensamente, a lo largo de quince meses y especialmente en el último mes y medio de los tres en los que la capital estuvo totalmente aislada. Tras la ruptura del cerco por las columnas de socorro enviadas por los sublevados desde Galicia, la situación continuó siendo mala, pero al menos pudieron salir algunas personas y mantener durante un año un mínimo cordón umbilical con el resto de la zona sublevada.

La vida en Oviedo, además, fue difícil tanto para el sector de la población que apoyaba a los sublevados, como para otra importante parte de sus habitantes que comulgaban con los sitiadores. Entre estos últimos, a las penurias que el sitio impuso a todos los ovetenses, se sumó la represión iniciada por los sublevados tras hacerse con el control de la ciudad.

Los primeros momentos en Oviedo fueron de cierta euforia entre la población de derechas, mayoritaria en el centro. Se habían hecho con el control de toda la ciudad y establecido un sistema defensivo que mantenía a los republicanos alejados del casco urbano. Lugones, que era el puesto más alejado del centro de Oviedo, fue abandonado el 8 de agosto. Esta disposición de las fuerzas hacía que la situación fuera distinta a la vivida en octubre de 1934, cuando los revolucionarios se hicieron con parte de la ciudad y la lucha se desarrolló de una acera a otra. Ahora, parecía, la guerra discurría algo más lejos. Pronto los hechos comenzaron a cambiar y la situación recordó a aquel octubre.

La declaración del Estado de Guerra, leída el 20 de julio en la plaza de La Escandalera, con la bandera tricolor republicana y para salvar la República, abrió una nueva etapa. Algunos pensaron que aquello era un pronunciamiento militar clásico que se resolvería en unos días. Otros sabían que al fin había estallado el conflicto tantas veces anunciado, entre autoritarismo y democracia, y que duraría hasta que uno de los bandos se impusiese.

Asegurada la línea defensiva, el siguiente objetivo de la autoridad militar fue normalizar la vida en el interior de la ciudad. El 18 de julio había sido declarada una huelga general y recuperar la normalidad laboral resultó harto difícil. Una parte de la población trabajadora ovetense había huido y ganado las líneas gubernamentales; otros trabajadores, temerosos del fin que les esperaba, permanecieron escondidos. Muchos confiaban en que Oviedo no resistiría muchos días, y esto les servía de estímulo para proseguir la huelga. La normalidad no llegó nunca a ser la de antes del levantamiento.

La información era escasa, insuficiente y controlada. Se trataba de ocultar toda noticia que pudiese enfriar los encendidos ánimos de los sublevados y se procuraba inyectar optimismo.

Al empezar el sitio de la ciudad, los almacenes y tiendas tenían provisiones. Había de casi todo: garbanzos, lentejas, alubias, arroz, embutidos y latas. Pérez Solís comentaba que nunca hubiese creído que pudiera haber tantas latas de sardinas como las que había en Oviedo. El pan era escaso, pero más por la ausencia de trabajadores que por falta de materias primas. La carne pronto escaseó, al igual que las aves de corral y los huevos. Otro tanto ocurrió con los productos hortícolas. Las patatas, cebollas... desaparecieron totalmente de los mercados y de los platos. Algunos combatientes se arriesgaban, más allá de las líneas, a hacer incursiones a los sembrados vecinos a la caza de alguno de estos productos. Más de uno perdió la vida en estas incursiones. La leche fue racionada, y niños y enfermos fueron los únicos consumidores. El resto se arregló al principio con botes de leche condensada, que finalmente fueron requisados por Intendencia para atender a las crecientes necesidades médicas. El café se terminó tomando con un sucedáneo de polvos de harina lacteada.

El agua pronto escaseó, al cortar los sitiadores la red que abastecía a Oviedo. Las escasas reservas de los depósitos de Pérez de la Sala fueron distribuidas cada tres días, y se completaba el suministro con agua de pozos excavados en la ciudad. La mala calidad de esas aguas terminó por originar un tifus que asoló la población. Al final del sitio, todo se había conjurado para minar la salud de los ovetenses, y el número de muertos rondó el millar. La luz eléctrica fue suministrada con numerosos cortes por la central del Fresno, y hasta el ataque de octubre funcionó con regularidad. Los bombardeos impusieron numerosos cortes, y las lámparas de aceite, carburos y velas suplieron la falta de fluido.

La radio era el único medio de información. Los aparatos de radio fueron requisados a la población considerada desafecta, pero a pesar de ello se consiguieron camuflar algunos. Las emisiones de Queipo de Llano desde Sevilla tuvieron en Oviedo las mayores cotas de audiencia. A falta de Agencias de Prensa, los periódicos locales se nutrían de las noticias de la radio. Madrid estaba a punto de ser tomado cada semana, según los noticiarios. En Oviedo, Radio Asturias Victoriosa también hinchaba sus noticias y contribuía a elevar el ánimo de la población. El coronel Aranda, si bien no llegó a tener el oficio radiofónico de Queipo de Llano, hizo sus pinitos por las ondas.

Con la guerra surgió una nueva clase de ciudadanos, los movilizados, que miraban con cierta superioridad al resto. Las mujeres también participaron y prestaron ayuda en la retaguardia. Un extenso servicio de cocinas y la recogida de donativos fueron algunas de las labores que asumieron las mujeres, organizadas en la Sección Femenina de Falange o en las llamadas «Damas de la Cruz Azul». Los otros movilizados, los combatientes de primera línea, eran los auténticos protagonistas. Cuando a mediados de agosto se formaron las compañías de voluntarios del dirigente cedista José María Fernández Ladreda, para cubrir puestos de segunda línea, se les llamó las «amas viejas», porque «no daban el pecho». La atmósfera bélica se apoderó incluso de los niños, que se organizaron paramilitarmente en los «balillas».

Durante el final de julio y agosto, la vida en la ciudad se desarrolló con cierta normalidad. Los primeros días hubo abundantes desfiles y los entierros de las primeras víctimas constituyeron grandes manifestaciones que contribuían a elevar la moral. Había un ambiente de optimismo, y la creencia en una victoria rápida. La gente salía a la calle; se llenaban los cafés y bares, aunque cada vez tenían menos cosas que vender. El 15 de agosto hubo sesión de cine por primera vez desde el inicio del cerco, para recaudar fondos para los movilizados y el Ejército, y con el deseo de ir normalizando la vida ciudadana. Al domingo siguiente, 23 de agosto, se repitieron las funciones, y durante ellas hubo bombardeo sobre Oviedo, sin suspender la exhibición, aunque el público se inquietó. Esta fue la última sesión de cine que se celebró durante el cerco. El incremento de las acciones bélicas impidió nuevas funciones.

Para la población considerada «desafecta» la situación fue muy dura desde el primer día. El éxito del alzamiento militar en Oviedo y la sorpresa que para muchos supuso dejó encerrados dentro de la capital asturiana a un buen número de seguidores del Frente Popular. Había entre ellos, incluso, relevantes dirigentes, como el diputado del PSOE Graciano Antuña o el secretario regional del PCE Carlos Vega, detenidos el 20 de julio, y también otros personajes destacados como el rector de la Universidad de Oviedo Leopoldo Alas Argüelles, que fue detenido en su domicilio el 29 de julio.

El triunfo de la sublevación militar en Oviedo dio paso inmediatamente a una política de persecución de todas las personas conocidas por su militancia de izquierdas o simplemente republicana. Los sublevados tenían la convicción de que dentro de la ciudad había un peligroso enemigo dispuesto a levantarse. El coronel Aranda, en el texto que dedicó al Sitio y defensa de Oviedo, hacía constar que la actitud de una gran mayoría de la población era dudosa. En una entrevista recogida en su biografía, redactada por Luis de Armiñán y publicada en 1937, afirmaba que «de la población civil, la mitad eran rojos o simpatizantes y tres o cuatro mil estaban dispuestos a sublevarse en cuanto se presentara la ocasión». Había, sin duda, una numerosa población de izquierdas, sobre todo en barrios como La Argañosa o San Lázaro, que deseaba, el triunfo de sus compañeros que sitiaban la ciudad, pero en ningún momento se manifestó entre ellos una postura de beligerancia abierta contra las fuerzas de Aranda, ni resistencia armada.

Durante los tres meses que duró el cerco de Oviedo, hasta la entrada de las tropas gallegas, no se celebraron Consejos de Guerra ni se produjeron fusilamientos en cumplimiento de sentencias de muerte. Sin embargo, diversos testigos huidos de Oviedo relataron ante el Tribunal Popular de Gijón la comisión de varios asesinatos en la capital y señalaban el Campo San Francisco como el lugar de ejecución de algunos crímenes en los primeros meses del cerco. No obstante, parece que los llamados «paseos» no debieron de ser muy numerosos antes de la ruptura del cerco, temerosos quizás los sitiados ante el incierto futuro.

El último gran acto público celebrado fue el cambio de bandera. Respondiendo a un decreto de la Junta de Defensa de Burgos, que decía: «Artículo único: se restablece la bandera bicolor roja y gualda como bandera de España», el día 31 de agosto se celebró el izamiento de la antigua bandera monárquica. El coronel Aranda difundió una proclama sobre el cambio de bandera en la que se traslucía lo confuso de las aspiraciones políticas que animaban a los sublevados. La desvinculaba de su significado monárquico y le daba un valor exclusivamente de representación nacional, recordando que ya la habían establecido las Cortes de Cádiz, y la había defendido el mismo Riego. El 6 de septiembre se celebró, todavía, un acto de homenaje a los residentes extranjeros en Oviedo, que no habían querido salir de la ciudad y embarcarse en Gijón. En medio de un bombardeo de la aviación, el acto se realizó en la cafetería que había en los bajos del cine Santa Cruz. Dos días después, el 8 de septiembre, festividad de la Virgen de Covadonga, estaba previsto un acto de homenaje a la bandera. El ataque desde San Esteban de las Cruces y Naranco impidió su celebración. A partir de entonces, la vida ciudadana desapareció.

Hasta la ruptura del cerco en octubre, todo aspecto de vida normal desapareció de las calles de Oviedo. Únicamente las colas imprescindibles para suministrarse de alimentos y agua rompían el triste aspecto ciudadano. La multitud de casas derruidas y las ventanas y huecos de las casas cubiertos de tablones, a modo de parapeto, habían infundido a Oviedo un aire totalmente distinto al de las primeras semanas. Todos los no combatientes se sumergieron en la oscuridad de los sótanos. Al final, cuando el cinturón defensivo se iba desmoronando, hubo un repliegue hacia las casas del interior, abandonando las más próximas a la línea de combate. Al contrario, entre los sectores de izquierdas de la población hubo un éxodo hacia las afueras de la ciudad, para conseguir pasarse al lado de los atacantes. La mujer de Graciano Antuña fue una de las personas que consiguió salir durante los ataques de octubre. También la de Carlos Vega, embarazada, que dio a luz a comienzos de 1937, en las mismas fechas en las que su marido era fusilado en Oviedo. El recién nacido, Carlos Vega, nunca conoció a su padre.