Ayer me disfracé de mujer, como cualquier hombre que se precie: me afeité, me puse un vestido decimonónico de mi abuela, que jugaba al baloncesto, me maquillé y pinté, ricé las pestañas y salí taconeando por Oviedo, con los ojos a más de un metro ochenta sobre la acera, golpeando con la peluca en las marquesinas. Compré un bolso en la calle Fruela, bien barato, tomé un vermú en Conrado, otro no me acuerdo dónde y cuando fui al baño una joven me llamó la atención porque había entrado yo en el de mujeres, y no daba el pego. Algo así le ocurrió a mi escritora preferida, George Sand, amante de Chopin, que solía vestir de hombre, excepto en Carnaval; fue a visitar un monasterio cartujo y el fraile de la portería le dijo: «Señor, permitid que os recuerde que en esta casa no pueden entrar las señoras». En estas ocasiones mucho reniego de la memoria histórica.