¿Puede un cordero sobrevivir entre lobos? El rector Leopoldo Alas Argüelles vivió una época feroz. Él era un hombre manso, un intelectual dialogante, educado en la Institución Libre de Enseñanza, afable y movido por sentimientos humanitarios, tranquilo y hogareño, una presa fácil y confiada. Con su muerte quedaba reparada la supuesta afrenta del padre, Clarín, fustigador de los vicios y la mediocridad de un Oviedo que inmortalizó en Vetusta. Con él, además, se enterraba la memoria de la República y la de «la tercera España», una alternativa política en la que ninguno de los dos bandos de la Guerra Civil estaba interesado. La hija del Rector, Cristina Alas Rodríguez, fallecida hace dos años, tenía bien grabada una de las enseñanzas de su padre, premonitoria. Contaba en una entrevista publicada en LA NUEVA ESPAÑA en 2006 que «él decía que más vale ser cordero que verdugo», y los acontecimientos le dieron la ocasión de demostrarlo.

De hacer caso a los testimonios de sus contemporáneos, Leopoldo Alas Argüelles era «un perfecto caballero». Así lo definió el párroco de La Corte en 1937, José María Suárez, que fue alumno suyo en los cursos de Derecho Civil. Benjamín Ortiz, el magistral de la Catedral, iba más allá y proclamaba que «era un santo». Sus compañeros de carrera lo consideraban un jurista brillante, pero para su familia era, simplemente, un hombre tranquilo, hogareño y extremadamente cariñoso.

El rector de la Universidad de Oviedo llevaba una gran pena clavada en el alma, la muerte de su primogénito, Leopoldo, cuando sólo contaba ocho meses. Su nieto, el catedrático de Derecho Administrativo, Leopoldo Tolivar, cuenta que «sólo unos días antes le había escrito una postal -obviamente a través de la madre-, anunciándole que le iba a comprar un cubo y una pala para ir ese verano a la playa de San Lorenzo». Tolivar supone que la muerte del hijo y los recuerdos unidos a la casa de Cervantes, 7 le animaron a trasladarse con su esposa, Cristina Rodríguez Velasco, a Altamirano.

Luego nacieron las dos niñas, Cristina y María Paz, a las que llenó de mimos. «Recuerdo que marchamos a Madrid y se me rompió mi muñeca preferida, regalo de mi tía», contaba Cristina Alas, «él preguntó dónde me la había comprado y a la mañana siguiente apareció con otra igual. Quiso suplir de inmediato aquella falta y en aquello vi yo, con los años, cuánto había sufrido él con la muerte de su hijo».

La familia cuenta que el rector Alas «admiraba profundamente a su padre, del que heredó su espiritualidad y republicanismo». Cuando era un jovenzuelo y volvía del instituto a casa, solía hacerlo caminando con él.

Leopoldo Alas Argüelles eligió como compañera y madre de sus hijos a Cristina Rodríguez Velasco. Se la presentó en Mieres Vital Álvarez-Buylla, el padre del Vital que con los años sería alcalde de Oviedo. «Cristina y Leopoldo eran muy distintos. Él era menudo, vivaz y serio, aunque irónico; ella era alta, fuerte y con un envidiable sentido del humor, capaz de superar cualquier adversidad», refiere Tolivar.

En las fotografías, el rector Alas, con su mirada miope empequeñecida por los lentes, se muestra tal cual y su imagen cuadra con la del hombre tímido y bondadoso del que hablan, hasta tal punto que ese rasgo de carácter era tomado a veces por debilidad. Como abogado, esgrimió su defensor Diego Sánchez Eguibar, era «incapaz de negarse a cualquier requerimiento que se le haga, sobre todo si se invocan para ello razones de humanidad, ya que la mejora de la condición social de los humildes constituye una de sus verdaderas preocupaciones». Así intentaba justificar la presencia de Alas en un acto organizado por el Socorro Rojo.

El hombre fusilado el 20 de febrero de 1937 por incitar a los ciudadanos a la rebelión militar adoraba a su gato «Alas», hasta tal punto que, durante la Revolución de Octubre, arreciando balas y obuses, se lanzó a buscarlo por los patios de Altamirano y lo encontró, con el rabo cortado por una explosión. El mismo día de la ejecución del Rector, el animal se precipitó por una ventana y murió.

Alas, acusado de ser «uno de los elementos más destacados de la llamada extrema Izquierda Republicana, tomando parte en multitud de actos extremistas», solía llegar de Madrid, donde fue diputado de las Cortes Constituyentes y más tarde subsecretario de Justicia, con regalos para sus hijas, que lo esperaban ansiosas en la estación del Norte.

El último día que Cristina Alas vio a su padre fue el 17 de julio de 1936. Ella tenía 11 años. Pasaba el verano con su tío Vital Álvarez-Buylla, en La Rotella, y el Rector fue a buscarla, intuyendo lo que iba a suceder. La pequeña se negó, quiso quedarse un día más y su padre la complació, y como llevaba las sandalias rotas le dio cinco pesetas para que comprara unas alpargatas. Al día siguiente, Arturo Álvarez-Buylla, su primo, que tenía que ir a recogerla en coche, ya no pudo salir de Oviedo y, a pesar del gran disgusto inicial, con el tiempo Leopoldo Alas se alegró de la desobediencia de su hija, que le ahorró los sufrimientos de su madre y su hermana.

Por lo que ha trascendido, en la cárcel, donde ingresó el 20 de julio de 1936, Leopoldo Alas se mostraba más preocupado por su familia que de su propio destino. Sin contar con la posibilidad de la pena de muerte y con la suposición de que al acabar su proceso sería depurado y no podría ejercer la docencia, le pidió a su esposa que le llevara a prisión el temario para preparar las oposiciones a notarías. Poco pudo avanzar en él.

Teodoro López-Cuesta, que también fue rector de Oviedo, cuenta que su padre, también Teodoro de nombre, médico dentista y muy amigo de Alas, compartió celda con él. Juntos pasaron el último día de su vida, sin permiso para recibir visitas de la familia y despedirse de ella. López-Cuesta recibió de él una importante encomienda: «Que al salir fuese a ver a su hija y a su viuda, y les dijese cuánto amor les profesaba».

Alas mantuvo su generosidad y altruismo hasta el último instante. Todavía en la celda, antes de salir hacia su fusilamiento, repartió sus pertenencias entre sus compañeros, su abrigo, sus zapatos, algún libro, y a su amigo le entregó su cuchara, como recuerdo. Teodoro López-Cuesta hijo confirmó que aún la guarda, con mucho cariño.