Fui a ver «La invención de Hugo» y las pasé canutas para no dormirme bajo el peso de las dos gafas, las de miope y las anaglifas, que usábamos los estudiantes de Geometría Descriptiva para estudiar el sistema diédrico. Ya fui torcido cuando observé que el largometraje larguísimo de Scorsese había ganado cinco «Oscar» de tipo técnico y ninguno al guion, director, actores o película. En efecto, Hugo, maquillado de hollín, como buen huérfano, es un soso, y renquea su cojo antagonista en una película coja, sin ritmo, gracia ni emoción. ¿Qué ocurriría si en el negocio editorial premiáramos no sólo al mejor manuscrito sino a la caligrafía más bonita, al diseño de portada y al mejor papel? ¿Qué si en las pinacotecas nomináramos los cuadros con la mejor moldura y el mejor tema? ¿Y qué si, tras un concierto, aplaudiéramos al trombón más refulgente?