En los conciertos de la OSPA suelo sentirme más atraído por la percusión; timbales, platillos, campanas, xilófonos y matracas ejercen en mis humores función terapéutica y actúan en profundos niveles de mi conciencia. El tambor me pone más que la gaita, como a Oskar, el pequeño gran personaje de Günter Grass. El viernes, en el Auditorio, me centré en el gong de Rafael Casanova, utilizado al final de «Cuadros de una exposición», que Mussorgsky compuso estremecido tras su visita a la antológica póstuma del pintor Hartmann. En el último movimiento, «La gran puerta de Kiev», cobra el gong vitalidad, tanto por las sutilísimas vibraciones lúgubres como por su fortísimo y grave resplandor. Propio de la civilización oriental, invita a la meditación, tercer ojo de bronce, pintiparado para ayudarme hoy a votar lo que le conviene a mi espíritu.