«Lo que más me ha molestado siempre es la traición, el engaño, el que no va de frente, el trepa cabrón. Es que no lo tolero. Hasta llegar al cuello. Literal. Yo he pegado a gente. Me ves muy tranquilo, pero cuando exploto...». Cuando arde, Manolo López Tarín, médico estomatólogo con consulta en la calle de la Lila, es capaz de cargar como un solo hombre contra la Policía si la mentira y la violencia son colectivas y la ejercen los bancos para desahuciar familias sin perdonarles la deuda.

Desde la cuna supo este dentista de 54 años lo que era la resistencia, la lucha y también la represión. Nacido en San Fernando de Henares, pueblo de concentración tras la Guerra Civil, se crió viendo cómo de tanto en tanto llegaban, se llevaban a los hombres del lugar a las cárceles de Madrid y los devolvían a los tres, cuatro o cinco días deslomados. Feudo comunista y mayor polígono industrial del país en la actualidad, en el pueblo vio otras cosas. Como su padre, hombre fiel a la empresa donde había trabajado toda la vida, quedaba tirado en la calle tras caer enfermo de algo parecido a la silicosis. Como el Estado tampoco cumplió con la promesa de darle un trabajo acorde a la situación, una portería, algo así. Como pasó de 30.000 pesetas a una pensión de 8.000. «Yo ya tenía las ideas políticas claras, pero ahí me radicalicé».

Fue muy pronto, con 14 años. Y Manolo, el mayor y único varón de tres hermanos, tuvo que empezar a trabajar para llevar a casa hasta 16.000 con propinas. Primero en San Fernando, luego en Madrid, donde practicó algo parecido a la ocupación con otros dos. Más por ahorro y mejora de la economía doméstica que por otra cosa. El caso es que tenían un amigo en el Juzgado por el que se enteraban si un piso había quedado en herencia y si estaba en medio de un proceso judicial. Cogían las llaves, y hasta que llegaban del Juzgado a pedírselas porque el pleito se había solucionado. A veces, semanas; otras, muchos meses.

Después de haberse sacado el bachillerato nocturno, años 1973-1974, Manolo López Tarín decidió ingresar en la Escuela de Practicantes. Lo sanitario estaba también presente en la familia, donde hubo un bisabuelo barbero en la época en la que la profesión incluía asimismo los oficios de cirujano y de dentista, como dan fe los postes tricolores de las barberías.

Aquel verano López Tarín no trabajó. Se dedicó exclusivamente a estudiar. Tanto, que el día del examen para entrar en la Escuela de Practicantes, y a pesar de las colas, unas 17.000 personas para unas 600 plazas, salió de allí cargado de una superioridad insultante: «Va a ser difícil que haya un examen mejor que el mío, entro seguro». Y dos, al lado, le preguntaron que a quién conocía. «No, a nadie, pero es que lo he bordado». «Ya», contestaron, «pero sólo se entra por recomendación». No entraba en los planes de Manolo López Tarín quedarse fuera. Averiguó quién era el director de la Escuela y fue a entrevistarse con él al Colegio de Médicos, que también presidía. «Don Valentín Matilla no le puede recibir», le dijo el conserje. Pero Manolo contestó con un «no tengo prisa». Y al tercer día que don Valentín se lo encontró sentado en el «hall» de entrada, le hizo pasar. Aunque le aseguró que con un buen examen se entraba, López Tarín se aseguró de que tomara nota de su nombre, y por más que al año siguiente y al otro don Valentín le dijese en clase «¿ve cómo no hacía falta recomendación?», Manolo siempre se quedó con la duda.

En la Escuela también se movió. Luchó para que no rebajaran la categoría cuando los pasaron de practicantes a ATS. Antes, entre los 17 y los 18 años, había estado ya en la CNT. Era el sindicato por el que sentía más afinidad, pero también sintió la traición. Por aquello del patrimonio sindical y por ver con el tiempo cómo algunos camaradas de los setenta acabaron en organizadores de la Expo-92 y carné del PSOE.

Manolo López Tarín estuvo también en la cooperación, Nicaragua y Guinea, principalmente. Pensaba que había una lucha honesta y acabó viendo cómo cada uno, incluso en campañas de la OMS, tenía su interés, fuera el marfil o el petróleo. También encontró, aunque fuera al otro lado de las ideologías, a gente «válida e inteligente», como Sabino Fernández Campo, con el que trabajó algo en territorio guineano.

En 1977, López Tarín sacó la plaza en el Ramón y Cajal. Allí encontraría a su mujer, que como él compaginó el trabajo con la carrera de Medicina. Más luchas, López Tarín fue de los primeros en llegar a un recién creado Constitucional para acabar con una ley de Isabel II que sólo pagaba la nocturnidad a las mujeres. Aunque su batalla principal fue la de lograr que en la promoción interna no estuviera vetado el paso al cuerpo médico cuando, como era el caso, uno se había sacado la carrera.

La batalla le supuso también presión y represión. «Hubo un tiempo en que si hubiera cometido un fallo en el trabajo, me habría quedado sin plaza. Iban a por mí. Un día, no pude más, entré en el despacho del gerente del Ramón y Cajal y le partí la ceja. Luego le dije: "¿Ves lo que has conseguido?". Y le dije que iba a acompañarme a urgencias, que yo mismo le iba a coser y que aquello quedaría como que se había tropezado y se había golpeado con la mesa. Y así fue».

Su mujer sacó la plaza de farmacología clínica en la Universidad de Oviedo en 1984. Entonces ya tenían a Juan, el hijo mayor, que nació un 28 de febrero. Y luego llegaría Manolo, un 23 de junio. Las fechas son importantes porque, azar extremo, coinciden con las del nacimiento de los abuelos de López Tarín.

Su mujer dice, en broma, que en la familia son como los Kennedy, una especie de saga. Porque necesitan consultarse todas las decisiones importantes, hay reuniones cada cierto tiempo y hasta hay siempre alguien que ejerce un puesto como de consejero. Es la figura que recauda dinero entre todos cuando alguien de la familia necesita ayuda. Durante mucho tiempo fue su abuela Baldomera. Después le tocó a él. Ahora lo lleva uno de sus sobrinos.

En Oviedo, aunque López Tarín hubiera preferido, social y meteorológicamente Gijón, fue encontrando sus sitios: Hospital Covadonga, médico de cabecera y luego en urgencias. Aquí también ha seguido participando en los distintos movimientos. Primero en el antiglobalización, hasta que el PSOE, protesta, se lo cargó criminalizándolo. Después en causas parecidas. Ahora, muy de cerca con los grupos del 15-M, razonablemente esperanzado, «Está claro que esto tiene que reventar. Ha tardado y todavía falta».

En 1996 abrió la clínica de dentista por dos motivos: «Estaba cansado de la Seguridad Social, no soportaba tener que estar a las órdenes de ineptos. Y, por otro lado, quería demostrarme que podía poner en marcha algo por mí mismo. Y estoy muy orgulloso. Funciona y hace años que no cojo a ningún cliente. Durante doce años todavía simultaneé la clínica con otros trabajos, pero ya no. He perdido capacidad de trabajo, eso sí que lo lamento. Las cosas que he hecho bien, no. Como esas personas a las que atendí como médico de cabecera que todavía mandan a casa esos regalos. Una caja de fresas de Candamo, como puños, todos los años. Eso es que algo has hecho bien».

Manolo López Tarín es consciente de que puede chocar que un estomatólogo con consulta siga en la lucha. En el 15-M, razona, hay mucha gente. También personas mayores, como él. Y de muchas profesiones. En los otros ámbitos, cuando conocen su activismo, algunos le preguntan «¿cómo puedo ayudar?». Pero son los menos. Lo habitual es «¿y qué sacas tú?», como si se llevase algo. Y López Tarín vuelve a cabrearse.