Benito Gallego, deán de la Catedral de Oviedo, conocía a Fernando Rubio desde mediados de los años setenta, y siempre encontró en él a un hombre «de mucha personalidad, un sacerdote muy entregado en una parroquia que marca las pautas en Oviedo, con mucha actividad». «Siempre le escuché que quería morir con las botas puestas, y lo ha logrado, al pie de cañón, con la ayuda y el apoyo, muy ejemplar, de don Álvaro», añade.