Chus NEIRA

La maña Carmen París nació, en realidad, en Tarragona. Lo sabe el público que acudió a verla ayer en el teatro Filarmónica en su espectáculo «París al piano», porque los detalles de su nacimiento y cómo hasta los seis años tuvo delante el Mediterráneo y la forma en que, desde entonces, ha tenido que regresar a olerlo cuando lleva un tiempo tierra adentro, constituyeron parte del material con el que monologó su versión de «Mediterráneo».

Porque París se gusta para introducir las canciones y ayer, con la complicidad del respetable, lo hizo en largo y con abundancia de anecdotario. La chispa de estas pequeñas piezas casaba bien con la que tienen la mayoría de sus composiciones. Carmen París ha sabido sacarle mucho a la jota -lo dice ella misma-, dándole unos viajes al folclore patrio que lo mismo le sirven para convertir unos versos en son cubano que para abolerarlos o arrastrarlos por un tango.

Lo hace con mucha sencillez, sin virtuosismos de pianista fuera de serie, pero también sin estridencias. Muy ajustada a la canción, a veces algo maniatada, pero siempre con bastante eficacia a la hora de abrir acordes y no perder la clave.

Luego, claro, está la voz. Ahí París juega con otro tipo de armas, y a veces juega a tres bandas a la vez. Quiere y puede hacerse la cantante de jazz -y no lo hace mal-, pero luego está la naturaleza maña que le sale, coplera, también, tanto por lo alto como por lo bajo.

París contó mucho de su etapa en Cuba, cuando se dedicó a «incubar» canciones, también hizo referencias a algunas de las voces mayores que la han acompañado en su trayectoria, como María Dolores Pradera («Te solté la rienda»), repasó algunas nociones de física cuántica y también ofreció algunas de las composiciones que la dieron a conocer a un público más amplio como «Sabia nueva».

En un clima íntimo, aforo pequeño pero entregado, Carmen París, que abrió en el suelo y abrazada a un tambor antes de ponerse al piano, demostró que se apaña muy bien sola y que tiene arte para poner al público a corear, seguir tumbados y hacerlo carcajear. Todo a la vez y sin más artificios que sus dos manos, el salero y esa voz tan suya.