Decíamos ayer, hace un mes, que Oviedo es un bar, y prometimos volvernos a ver en una terraza.

Lo de las terrazas es cosa nueva aquí, con antecedente en un tiempo ido en el que el patrón de Uría se extendía por los alrededores, con terrazas y toldos que caracterizan la ciudad burguesa. Lo de las terrazas crecientes de ahora se deriva fundamentalmente de la ley del tabaco, de cuando a los fumadores se les arrojó a las tinieblas y los bares, por no perderlos, salieron a la calle detrás de ellos y les pusieron un taburete o una mesina con un par de sillas para que levantaran los humos al cielo, y aquella semilla de los proscritos creció y se multiplicó, y ahora la ciudad, la burguesa y la otra, es una terraza que vive dorados tiempos gracias al dorado tiempo de este dorado verano de vino y rosas, y se convierte en un atractivo más, disfrutado por propios y extraños. Hay terrazas mínimas, terrazas medianas e incluso alguna macroterraza que parece especializarse en que los peatones volemos planeando por encima de mesas, sillas y cañas para no entorpecer.

Las terrazas suponen en Oviedo una nueva vida, llena de ventajas, a la que nada obliga, con algunos inconvenientes. Sentado que zonas enteras se han convertido en espacios casi exclusivos de bares, son por ello, en los que el terreno y las normas municipales lo permiten, zonas de terrazas. En algunos sitios no se entorpece la vida, pero en otros algunos ovetenses tienen la costumbre de vivir y de dormir por la noche, y vida y terrazas no siempre hacen buenas migas y, aunque la gran mayoría de los que llenan las terrazas son seres civilizados -yo soy muy «terracera»-, los hay que se empeñan en ser discordantes, convencidos de aquello de que «la calle es mía», y ejercen de voceras a destiempo.

Todo va muy bien en las terrazas, pero puede ir mejor si nos convencemos, todos a una, de que los hay que no quieren estar de terraza permanentemente. Disfrutemos de las terrazas antes de que llegue la borrasca, que llegará.