Javier NEIRA

A los cien años del fallecimiento del gran polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo -tan vinculado a Asturias: su padre era de Castropol y él mismo fue senador por la Universidad de Oviedo- su inmensa figura se ve actualizada por un libro del que es coautor el escritor José Ignacio Gracia Noriega, colaborador de LA NUEVA ESPAÑA. El libro se titula «Menéndez Pelayo, genio y figura».

«Sin duda fue uno de los españoles que más escribieron y el que más leyó», anota Gracia en su ensayo, «aunque su obra ciclópea fue realizada durante un período de tiempo relativamente largo, cabe preguntarse de dónde sacaba el tiempo para escribir esa obra de magnitud casi inconcebible».

Como subraya, «era catedrático de Universidad, fue director de la Biblioteca Nacional, participó en campañas políticas e incluso dio mítines y durante varias legislaturas representó en el Senado a la Universidad de Oviedo»; es más, «bebió lo suyo, pero debía tener una admirable capacidad de recuperación».

«Fue ante todo un crítico y también un historiador. Superando a todos los especialistas de su tiempo y de los tiempos futuros, fue el gran modelo del antiespecialista», comenta Gracia Noriega, que añade: «don Marcelino no creía demasiado en la imparcialidad. Se es imparcial según y cómo. Él mismo reconocía que era parcial en los principios e imparcial en cuanto a los hechos».

Ideológicamente «don Marcelino nunca hubiera llegado a decir, como Unamuno, que en su interior lidiaban un carlista y un liberal, en primer lugar porque el carlismo le resultaba absolutamente ajeno en todos los órdenes, incluidos los estéticos, y liberal lo era por carácter, a pesar de los pronunciamientos dogmáticos de su juventud. Y a pesar de su catolicismo a machamartillo, no comulgaba con su esquematismo escolástico».

Sobre la cuestión lingüística anota el escritor asturiano que «en 1888 pronunció un discurso en catalán en los Juegos Florales de Barcelona y en 1908 proclama en el Ateneo barcelonés que "existe un vínculo entre Cataluña y Castilla, y no sólo en literatura sino en todos los órdenes de la vida, sin mengua de la personalidad de una porque no en vano hemos atravesado juntos cuatro siglos de glorias y reveses, de triunfos y desventuras y hasta de mutuos agravios y mutuos desaciertos; y no en vano nos puso Dios sobre las mismas rocas y nos dio a partir los mismos ríos"».

En sus momentos bajos llegó a decir: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por garrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan y, corriendo tras vanos trampantojos de falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu» y es que «un pueblo viejo no puede renunciar a la cultura intelectual sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia, muy próxima a la imbecilidad». Un sabio olvidado que impresiona por mil razones.

Por su parte el poeta y novelista Aquilino Duque, en el texto que firma en el libro conjunto, indica que en el siglo XVII los españoles «fuimos, a la postre, vencidos en liza, porque estábamos solos; pero hicimos bien y esto basta, que las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito. Nos habíamos desangrado por la religión, por la cultura y por la patria. No debíamos ni debemos arrepentirnos de lo hecho», anota Marcelino Menéndez Pelayo en «La ciencia española».

Siempre hay alguien que está más al extremo que uno mismo, así que si se considera que Menéndez Pelayo es muy conservador, Duque lo presenta como seguidor de Vives frente al neoescolasticismo del asturiano Pidal y Mon, con quien polemiza, y para quien «la revolución, la ilustración y la reforma son consecuencia directa del Renacimiento».

En todo caso, según Duque, en el «rosario de Constituciones» desde la de 1812 «que en lo sucesivo se infligirían a la nación, don Marcelino data la ruptura de la unidad de creencias de los españoles». Ya el joven «Menéndez Pelayo había arremetido contra los que en aquella hora entendían que era la Iglesia el gran obstáculo tradicional que se oponía al progreso de la nación».

«Don Marcelino, que no aspira a otra cosa que a ser un historiador de las ideas», según señala Duque, «resulta profeta a su pesar y es cuando dice en el epílogo de Los Heterodoxos: "El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas"».

Duque remata su ensayo diciendo: «por eso yo no pierdo la esperanza de que los arévacos y los vectones vuelvan a sus cavernas, y las ratas del mayo francés, a las alcantarillas».

El periodista César Alonso de los Ríos se encarga de otro de los ensayos del libro, una buena puntada y con mucho hilo. En su ensayo destaca «la descomunal trascendencia de su obra científica: incluso entre profesionales que se consideran cultos, creyentes o agnósticos, conservadores o progresistas».

Para ilustrar la enorme talla del pensador, el periodista cuenta sucintamente que «nacido en 1856, publicó a los diecinueve años un trabajo sobre Cervantes como poeta y recibió el premio extraordinario del doctorado; a los veinte publica en la Revista Europea el trabajo con el que levantó la polémica nacional sobre la ciencia española, y ese mismo año comenzó su viaje a las bibliotecas de Lisboa, Roma, Nápoles, Florencia, Bolonia, Milán y París. A los veintidós años sucedió a Amador de los Ríos como catedrático de la Universidad Central, lo que fue posible gracias a una ley de Cánovas» que rebajó la edad límite para acceder a esa condición académica. Cabe añadir que «cuando llegó al Teatro Real la noticia de la muerte de Menéndez Pelayo, el maestro Arbós interrumpió el concierto de la Orquesta Filarmónica Madrileña. Quiso hacer un homenaje al pensador con la marcha fúnebre del "Ocaso de los dioses"».

El periodista subraya que «la negación de Menéndez Pelayo por parte de los progresistas ha sido especialmente ridícula por cuanto éste se convirtió en un mito. Que a él mismo le molestaba. Pura leyenda urbana: se decía que era capaz de leer dos páginas a la vez, cada una con un ojo; que podía recordar en qué lugar de la página estaba la cita que había utilizado». En todo caso «la descalificación de Menéndez Pelayo y de su obra comenzaron a partir de la Guerra Civil. Pagó muy injustamente el hecho de que otros le elevaron a gloria nacional con motivo de la guerra cultural que supuso la Guerra Civil. Le convirtieron en la referencia del nacionalcatolicismo».

Nunca se arrugó ante los desafíos intelectuales y sociales. En efecto, «Menéndez Pelayo tiene la clara conciencia de estar defendiendo la causa española contra los sucedáneos germánicos, "la barbarie alemana" dijo en el Brindis del Retiro», nombre que se dio a un discurso ofrecido en 1881. Hablar de barbarie alemana le salió caro, algunos nunca se lo perdonaron.

«Con el Desastre entró en crisis la autoridad del líder intelectual de la Restauración», indica Alonso de los Ríos, «es su eclipse, los años de celebridad han durado dos décadas. Sigue produciendo textos en sus habitaciones de la Academia de Historia y en sus largas vacaciones de Santander. Sus obras completas, puestas de pie, tienen la altura de un jugador de baloncesto».

Y es que «Ortega ni siquiera reconoce la existencia de Menéndez Pelayo ¿Y Unamuno? Mantiene unas tesis radicalmente distintas sin entrar en el debate».

Cien años después el gigante puede con el olvido y la tergiversación. Tres autores lo demuestran.