Una de las calles más clásicas de Oviedo es Magdalena, antigua y moderna a un tiempo, ligada a la ciudad desde los primeros tiempos y todavía ahora bulliciosa.

La calle de la Magdalena tiene mucho que ver con las puertas de la ciudad, nacida de la puerta principal del Ayuntamiento y prolongada hasta la llamada Puerta Nueva, a la vera del Campillín. En aquella última zona se habían establecido en el siglo XVI los hornos de pan de la ciudad, que pagaron las culpas del gran incendio de 1521 y por ello fueron expulsados a las tinieblas de extramuros. Hasta allí llegaban los que venían de San Roque o San Esteban, de beber sidra o de otras cosas, y se encontraban las puerta de la ciudad cerradas, con lo que tenían que refugiarse al amor de los hornos, lo que les valió a los ovetenses el sobrenombre de «gatos del forno» antes de que la tala del carbayón en 1879 nos hiciera carbayones a todos desde entonces.

La Puerta Nueva, al final de Magdalena, donde paraban las diligencias, se derribó en 1771, y en aquella robusta arcada hubo un Cristo «de bulto» y luego una placa en recuerdo del regente de la Audiencia Teodomiro Caro de Briones. Por cierto, la Audiencia estuvo en esta calle durante un tiempo, en el palacio de Vistalegre, hoy muy desnaturalizado, entregado desde hace mucho a la vida comercial de la zona y en el que, en el primer tercio del siglo XX, hubo un club de tiro y combates de boxeo.

Edificio principal, que acabó dándole nombre a la calle, es la capilla de la Magdalena, que tuvo hospital con mucho protagonismo en las pestes.

Siempre fue esa calle, como Puerta Nueva o como Magdalena, lugar dado a la idea de ensanche, que culminó en el siglo XIX con el trazado de Campomanes, que se vio frustrado por Uría y su entorno.

Magdalena es desde siempre animada y comercial, unida a la actividad mercantil por excelencia del Fontán y al empaque de la plaza Mayor y Cimadevilla. Venido a menos todo aquello, consigue Magdalena sobrevivir, con un comercio que, renovado, se mantiene en buena salud. Allí estuvo la tintorería de Pausier, que llevaba las prendas a teñir a Irún, en los tiempos de grandes lutos. No está la confitería Niza, ni don Emilio y doña Manolita en la farmacia, ni la librería Guillaume, especializada en recordatorios, ni las grandes mercerías especializadas en botones, como Ramón Puerta, ni El Cisne, ni el taller de bisoñés, heredero del que estuvo en el café Madrid, en Campomanes, ni el almacén de Herrero, ni el bazar de Saturnino Calvo, ni la guarnicionería de Geijo, ni la droguería de Maraña, pero la calle que fue cuna de la joyería de Pedro Álvarez y en cuyo número 23 escribió Dolores Medio buena parte de «Nosotros, los Rivero» mantiene el garbo y la vitalidad.