Esta última temporada andamos bajo la lluvia, paraguas en mano, no sé si con el garbo de Gene Kelly cantando bajo la lluvia, pero al menos cobijados. Durante muchos años los paraguas eran objetos que complementaban el indumento masculino, grandes paraguas negros de seda o de percal, los elegantes venidos de Inglaterra o de Italia, los vulgares sin patria conocida, paraguas que los paisanos se colgaban del cogote de la chaqueta cuando estaban cerrados, para dejar las manos libres. Los jóvenes no solían llevar paraguas, que eran cosa de poca hombría, con lo que mojaban aquellas gabardinas como trapos.

Los paraguas de mujer pronto se convirtieron en un complemento de moda, que admitía colores y fantasías varias. Tener paraguas suponía un cierto estatus y en Oviedo hubo paragüerías que, con la llegada del otoño, colaboraban eficazmente en la operación de poner al día los paraguas de las ovetenses, cambiando la tela o el puño para que parecieran nuevos. Otra práctica de «agiornamento» era la de cambiar lo botones de los abrigos, que si grandes, que si pequeños, que si forrados, que si dorados. Y el remate era llevar el bolso hasta el Postigo, a las Grillas, que eran las magas del transformismo.

Aquí hubo dos fábricas de paraguas con taller para arreglos, Neptuno y La Borla, naturalmente desaparecidas, aunque por fortuna sigue habiendo algún taller que arregla los paraguas que merecen la pena, ahora que los paraguas, como tantas cosas, son de usar y tirar, y no hay más que dar una vuelta por las calles en estos días de lluvia y viento para ver un pobre paraguas, con las costillas rotas, en cada papelera.

Los paraguas, ahora, no suelen morir de muerte natural, sino violenta u olvidados en algún paragüero anónimo, porque el paraguas no es lo que era.

Los paraguas de Oviedo tienen mucho que ver con el Fontán. Allí estaba Tigre Juan, con sus paraguas, que tanto tornaban el agua como el sol, reclamo de sus muchos oficios. Y allí estuvo el solar de los paragüeros que restañaban varillas y regatones, de los que ya no queda ninguno. Quedan, afortunadamente, vendedores de paraguas, consoladores de las aguas de Oviedo. Comprar un paraguas en el Fontán es una de las pocas cosas castizas que nos quedan.

De vez que cuando, en las mañanas de los sábados, cruza, otra vez, el silbo inconfundible del afilador y paragüero, pregón de otros tiempos.