Para entender la actitud vital de Carlos Ponte no hay más que fijarse en su trayectoria profesional, y no por aquello de intachable, fructífera o prolongada. Médico de familia (hijo, sobrino, hermano de galenos), la estirpe de los Ponte tenía dos clínicas en Galicia, tres farmacias en el occidente asturiano y algunos prósperos negocios más. Era sencillo estudiar Medicina y ponerse al frente de aquellos sanatorios de prestigio pero las clínicas acabaron cerrando, pese a que la rentabilidad económica era máxima, cuando, muerto el padre, Carlos Ponte no quiso gestionar aquellos centros. Él había estudiado Medicina para trabajar en la sanidad pública, la que siempre ha defendido desde dentro.

Ponte llegó a la medicina por solidaridad familiar. Su padre era médico, su tío era médico, su primo era médico y su hermano mayor no quiso ser médico. Él jugaba bien al fútbol. En su primer partido, con 15 o 16 años, con el Español de La Coruña, lo hizo tan bien que de inmediato fue seleccionado para la selección gallega. A su padre no le gustaba mucho que el chico prosperase en el campo y le sugirió que se dedicase al hockey. Tampoco lo hizo nada mal y acabó jugando en el Deportivo. Ahí su padre se tranquilizó más porque no veía muchas posibilidades de que fuese tan sobre ruedas como para convertirlo en profesión.

Así que finalmente, por contentar al padre, por tradición familiar y por vocación, el chaval estudió Medicina en Santiago y una vez terminada la carrera su progenitor le indicó que viajase a Asturias, región pionera en formación hospitalaria con los primeros pasos del sistema MIR. Ya no saldría de Asturias, salvo un año en Valdecilla (Cantabria), ni de Oviedo, salvo una breve estancia en Cabueñes (Gijón).

El sindicalismo, no en la vertiente política sino social, está en el ADN de Ponte desde aquellos años universitarios en los que corrió delante de los grises y luchó contra la dictadura franquista. De ahí, uniendo vocación, pasión, profesión y conciencia llegó a presidir la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública y como dice su hermano José Manuel, una vez jubilado, «anda dando mítines por centros sociales». Lo dice con cariño fraternal y con la retranca gallega aderezada con coña asturiana que mantienen los dos.

Estudioso al máximo, amante de su profesión, es de esos médicos que lo pasan mal cuando se les muere un paciente que entienden que no debe morir. La ley natural dicta que no se debe perder una persona joven y que se acepta más fácilmente el fallecimiento de alguien de edad avanzada. Lo segundo se lamenta, lo primero se sufre.

Sus escenarios vitales son su Galicia natal, su querida Asturias, la cercana Cantabria, Zamora y Lanzarote, estas dos últimas por una obligación que ahora suena tan vieja como la de hacer el servicio militar. Con muy poco espítitu militar se apañó con las milicias universitarias en Zamora pero un pequeño incidente en el que participó un amigo y compañero, a la sazón sobrino del ministro del Ejército, llevó a Ponte al destierro de Lanzarote: le destinaron lo más lejos posible siempre que aquello siguiese siendo España.

Apelando a su sentido del humor podría explicarse el destino lanzaroteño por su apodo infantil y familiar. A Carlos le llamaban «el argelino» por su color de piel. En un viaje a Marruecos la Policía dividió en dos filas a los presentes, una para extranjeros y otra para nacionales. Ponte formaba en la de extranjeros y un agente le indicó que no, que su fila era la otra.

Casado con Carmen Mosquera, médica de la Consejería de Sanidad del Principado, tienen un hijo que al verse rodeado de médicos optó por otro camino y ahora trabaja en Dubái en cuestiones relacionadas con ecología, lo que le da pie al matrimonio a viajar de visita.

Un jubilado que ha dejado de trabajar pero que no abandona su profesión. Empezó en la sanidad pública y no la abandonará nunca. Ahora casi desde la trinchera azuzado por los recortes y por una política social que no encaja con lo que siempre pensó un hombre que cree en la sanidad gratuita y universal.