En la mañana del 13 de abril de hace un año nos conmovía la pérdida del médico y todavía más la muerte sobrevenida del amigo y de un hombre bueno. Recuerdo ahora que Joaquín y yo nos saludamos por primera vez en la primavera del año 96 en el Hospital de Cabueñes gracias al interés de mi esposa. Y que a partir de aquel primer encuentro coincidimos casual y repetidamente en las calles y librerías de Oviedo y en alguna cafetería, donde el conocimiento mutuo se fue haciendo más cercano y también más confiado. Quiero decir que fue aquella circunstancia fortuita y afortunada la que nos condujo a reconocer coincidencias en gustos y opiniones que contribuyeron a consolidar nuestra amistad a lo largo de los años.

Desde meses antes de su fallecimiento nos veíamos con frecuencia para preparar un libro conmemorativo de Gaspar Casal. Aquellas fueron horas en las que desgranando toda su reserva de ingenio y de humor sazonado de ternura hizo nacer en mí un entrañable afecto, una intensa afinidad espiritual y una entregada admiración. Joaquín transmitía en su vivir proximidad, sencillez y ganas de aprender. Era un hombre esperanzado, trascendente y alegre; de gesto llano, de una bondad transparente, austero, madrugador y socarrón. Los que lo conocieron y trataron saben que fue así.

Hacía su gran laboriosidad compatible con una entusiasta degustación del ocio, fuera éste bajo la forma de viaje, de lectura, de excursiones por la Asturias que él calificaba de inagotable o en el cultivo -grato, aunque siempre delicado y a veces esforzado- de la amistad. Si a ello sumamos su querencia por la vida familiar tendremos aliñada con esos tres factores -trabajo, aficiones y amor a los suyos- la fórmula personal con la que Joaquín organizó y disfrutó sus días.

Los que compartieron con él su dedicación asistencial saben que cumplía sus obligaciones al modo de los viejos médicos de cabecera, conociendo a todos sus pacientes -a los miles que ha atendido-, sus hechos y sus problemas; que los acompañaba en sus preocupaciones de modo diligente y responsable, con un medido sentido del humor que delataba su personalidad y comunicaba una entrega de afecto que ellos siempre le supieron agradecer.

Su obra -a la que se ha dedicado con auténtica vocación y honradez- está preñada de páginas que dan abundante prueba de la hondura de su sensibilidad, de la lucidez de su inteligencia y la abundancia de su corazón. De los casi 60 títulos estrictamente «no profesionales» que he podido catalogar, 41 son de contenido etnográfico, de ellos 18 abordan materias de medicina popular y 19 se refieren a temas alleranos en diversa perspectiva. Así, sobre toponimia, creencias populares de sanación, la matanza del cerdo, el variado repertorio paremiológico de la zona, las peculiaridades de su canto de tonada, las costumbres agrarias en las diferentes épocas del año y su poesía popular. Todo ello fruto de una ingente y constante labor de entrevistas y conversaciones con los paisanos, de anotación y registro en su carpeta, de clasificación y cotejo posterior en su mesa de trabajo en la casa del puerto o en su amplia y cumplida biblioteca de fondo asturiano, lugares donde realizaba también el trabajo de redacción de sus conclusiones y composición -a mano, y con una cuidada caligrafía- de los textos finales. De todas estas publicaciones, y debe resaltarse por lo que esto representaba para su autor y hoy añorado amigo, 18 fueron escritas en bable. Aparte, casi 40 pequeños artículos y comentarios en prensa o revistas y ediciones de diversa naturaleza, resultando todo este conjunto en un magnífico legado a la cultura tradicional de nuestra comunidad.

Pero debe reiterarse que su importante labor etnomédica, fruto de su gran pasión por esta tierra, quizá sea la más rica y sugestiva manifestación de su trabajo. Y en ella se sentía continuador y discípulo de don Luciano Castañón y del profesor Enrique Junceda, que dirigiera su tesis doctoral. Al recorrer su trayectoria como destacado autor asturianista puede afirmarse que precisamente este trabajo de doctorado (de 1991, ya con 48 años, titulado «Medicina popular en Asturias. Estudio histórico y etnológico», juzgado con la máxima calificación por un tribunal presidido por el profesor Diego Gracia, introductor de la bioética en España, definido como obra maestra por su director, y en el que maneja 813 referencias bibliográficas), junto a su discurso de ingreso en la Academia de Medicina («La sangre en las culturas humanas. Mitos, ritos y símbolos», de 1996) y el de ingreso en el RIDEA («Concepto de salud y enfermedad en la medicina popular asturiana», de 2007), constituyeron los tres hitos o puntos de apoyo sobre los que Joaquín fue desarrollando el resto de su obra escrita.

Su recopilación de biografías médicas es otro ejemplo de constancia y voluntad, continuando la espléndida labor documental iniciada en el año 1976 por el doctor Melquiades Cabal. El resultado del trabajo sucesivo de ambos autores es un valioso y ameno registro de la historia reciente de nuestra profesión, configurando en una pieza de información de casi 5.000 páginas y 1.200 semblanzas las verdaderas huellas dactilares de la medicina asturiana.

El doctor Joaquín Fernández -médico con dos especialidades, licenciado en Historia, etnólogo y escritor- fue miembro de la Academia Nacional de Medicina y de la del Principado de Asturias, del Real Instituto de Estudios Asturianos, del Foro Jovellanos y de la Sociedad Española de Médicos Escritores, que dos veces le otorgó su premio nacional. Aparte ha recibido otros muchos reconocimientos y galardones hasta llegar a sus 69 años. Con eso nos ha dado prueba sobrada de su capacidad y de su trabajo. Pero en este sucinto comentario quiero destacar -antes que otras cosas- que los que mejor lo conocían lo adoraban y lo recordarán siempre. Y esa es la prueba definitiva del valor de una vida.