Mi querido amigo Alfonso Iglesias me pasa un escrito que los colegas del interfecto le han entregado a la vez que solicitan su liberación. Dice así: «No lo puedo negar; debo reconocer que toda mi vida fui fanfarrón, pendenciero, camorrista, conflictivo, alborotador, bravucón y matasiete. Como tal, siempre me han gustado grescas, lances, reyertas, choques, camorra, discusiones y trifulcas. Pero también tengo que manifestar que jamás llegó la sangre al río. Bueno, en alguna ocasión mis contrincantes (a semejanza de la última novela de Pepe Monteserín) se levantaron heridos; quizás debería achacarlo, más que a la fragosidad del combate o la mala intención por mi parte, a la debilidad del oponente. De verdad y de una vez por todas, quede claro que en la vida me refocilé con el sufrimiento ajeno. Además todas las peleas sucedieron en campo abierto, sin armas por lo que pudiera suceder -ya sabemos que las carga el diablo- y en igualdad de condiciones. No lo cuenten a nadie, pero es cierto que en alguna ocasión me dejaron, como se dice, sin plumas y cacareando; expresado con más vulgaridad: me despacharon con la cola entre las patas. Ya lo ven, no todo fueron victorias, lo que pudiera servir como eximente ante la sociedad y los tribunales.

»A los que se atrevan a visitarme en la prisión -pueden hacerlo a cualquier hora del día, he sobornado al carcelero y no pone inconveniente- les digo que no se asusten de las condiciones de la jaula: dobles barrotes de seguridad, la comida tirada en el suelo, el agua en un roñoso cubo de plástico azul y un piojoso taburete de madera, medio desvencijado, como todo confort para el descanso. Las necesidades fisiológicas, qué quieren que les diga, la ley del arréglatelas como puedas o, lo que es análogo, como se hace en el Antiguo, en donde cuadre y como te venga en gana.

»Mi estado anímico se encuentra bajo mínimos, es duro estar a la sombra entre rejas, más todavía cuando al recluso con el que compartía el calabozo lo han trasladado a la enfermería hasta que se recupere del encontronazo que tuvimos hace unos días, para, una vez que le den el alta, trasladarlo a otro establecimiento penitenciario más benévolo. Por ello no es de extrañar que tenga la psiquis desquiciada y que cuando alguien se acerca a verme con la mejor de las intenciones corra amenazante hacia él recitando improperios mientras me arden los ojos y me acuerdo en voz alta de la maldita parentela del juez que me condenó.

»Para más inri estamos en plenas fiestas de San Mateo y no quiero pensar cómo estarán de animados el Campo San Francisco y sus aledaños; sí, aquellos que recorría las noches toledanas después de haber cantado las cuarenta a cualquier colega, deambulando por las aceras a la vez que, desgañitándome, ponía a prueba la garganta para incordiar al vecindario. ¡Qué alegría cuando no aguantaban más y te lanzaban un caldero de agua o una zapatilla!

»Pues tras hacer propósito de enmienda he decidido poner punto final a la vida de crápula. La vida licenciosa ha terminado para mí, prometo respetar las reglas de urbanidad y convivencia; al menos durante la semana grande. No soporto estar privado de libertad rebosando incomunicación; no hago más que pensar en conciertos, chiringuitos, festejos infantiles, bollu y demás. Aunque lo que me trae a mal traer son los ruidosos y resplandecientes fuegos artificiales más la gran traca, que dispararán justo en el lugar que me encuentro.

»Señor alcalde, don Agustín: sé que no está bien jurar, pero juro por el Día de América dejar de respirar si de inmediato no ordena mi traslado al Campo antes de los petardos. De igual forma, por maltrato animal, denunciaré al Pleno del Consistorio ante el fiscal de medio ambiente.

»Firmado: Phasiano Cristatus (pavo real encarcelado por mal comportamiento en la prisión del Caserón de la Montaña del Parque de Invierno)».

Una vez leída la rompes, me dijo Alfonso. Eso fue lo que hice.