El hombre que avanzaba con la bicicletona azul por la calle Fruela a primera hora de aquella mañana de 1940 era uno de los camareros del café Cervantes. Dos veces por semana se acercaba al Fontán a por suministro, adquiriendo artículos tanto para el café como para su familia.

"¡Se nota que a tu jefe le va bien a juzgar por lo que compras y lo bien que pagas!", le decían los tenderos.

No eran tiempos de abundancia, la cartilla de racionamiento no daba para nada, y los productos contingentados, café, azúcar, tabaco, a veces eran imposibles de encontrar. Pero aquel día había tenido suerte. En la saca bien amarrada a la baca de la Orbea, y a pesar de ir muy avanzado junio, llevaba varios quilos de fabes de mayo.

Al llegar al Palacio de la Diputación tuvo que frenar y dejar paso a una retahíla de críos con el pelo al cero, vestidos con sotana y una banda por la cintura -como curas de juguete- que en fila salían de la calle San Francisco y empezaban a subir por Santa Cruz camino del Seminario, en el que estudiaban. Se decía que los padres de muchos de ellos habían muerto en la guerra.

La faba de mayo -vicia faba-, y su hermana la faba prieta, conocidas en Castilla como "haba caballar", fueron un cultivo muy común en Asturias aunque en la actualidad su consumo sea marginal sin entender muy bien porqué, sobre todo la primera, realmente exquisita consumida en verde, ideal para saltear con jamón, o como parte fundamental de la menestra, ese plato emblemático de primavera. Hay personas que, una vez extraídas les fabes de la vaina, les retiran la piel, pues se pelan muy fácilmente, cocinando solo los cotiledones, mucho más suaves que el fruto entero, pero es una pena porque de esta forma se desecha una parte muy nutritiva de la misma.

En cuanto a la "prieta", más pequeña que la de "mayo", es más tardía, y debe su nombre -prieto en castellano es negro- a que al cocerla produce un caldo de este color. Hace mucho tiempo que el que esto escribe no se encuentra con fabes prietes. De existir, su cultivo no pasa de anecdótico. Otra especie en extinción.

La faba de mayo se siembra entre finales de otoño y principios de invierno. Su cultivo no tiene ningún secreto, basta colocar las semillas en asiento -es decir, en el lugar definitivo- a una distancia de 30 o 40 centímetros entre semillas y entre líneas, y ponerles unos tutores o cuerdas cuando empiecen las plantas a desarrollarse pues adquieren buen tamaño y necesitan apoyo. Solo queda esperar y disfrutarlas en una mesa con mantel de cuadros, buen pan, vino con cuerpo, y gente de bien.

LA NUEVA ESPAÑA de aquellos días hablaba de la entrada de los alemanes en París, bajando marciales al paso de la oca por los Campos Elíseos, y Oviedo seguía reponiéndose muy despacio de los años de guerra, mucho más presentes de lo que correspondía, como seguían demostrando los tableteos al amanecer de la ametralladora contra los muros del cementerio de San Esteban de las Cruces. No obstante la vida en la ciudad iba adquiriendo tintes de normalidad, sobre todo en los locales de raigambre, el Peñalba, el Cervantes, el Sevilla -el único que pervive hoy-. En medio de una atmósfera blanquecina generada por el humo del tabaco, el rumor de las conversaciones y los chasquidos de las fichas de dominó sobre el mármol, los clientes habituales seguían el devenir de la guerra mundial entremezclándola con rumores de malicia calculada sobre la quiebra de cierto empresario o los amores escondidos entre el conocido sastre tal y una de sus oficialas.

Los clientes vestían bien, traje de tonos discretos con corbata y zapatos bien lustrados, y pertenecían al mundo de la burguesía en todas sus escalas. Alcalde y concejales, el Gobernador civil, funcionarios, profesiones liberales, militares de media graduación para arriba, comerciantes, policías de paisano. También estraperlistas, hijos de papá sin trabajo conocido, y elegantes mujeres de alquiler. Pero había una parte de la población, obreros, campesinos -aldeanos en el argot-, militares de brigada para abajo, y otros peldaños de la sociedad clasificados como humildes que no formaban parte de la clientela. Nada ni nadie les prohibía la entrada, más bien se excluían ellos; algo había en el ambiente que les hacía sentirse persona "non grata".

En realidad aquellos locales, máxime en una ciudad invicta y heroica como Oviedo, eran suelo seguro para los vencedores y asimilados. En ellos, políticamente, todos eran gente de fiar, de orden, hasta los camareros y los limpiabotas. Todos. Es cierto que existían dos tendencias -germanófilos y aliadófilos-, pero sin grandes brechas entre ellos salvo pequeñas discusiones nacidas más de las interpretaciones de las noticias de prensa sobre el devenir del conflicto bélico que de otra cosa, aunque de política lo mejor era no hablar, sobre todo por el riesgo de que un comentario sobre esa materia fuese calificado de desafortunado por algún escucha del régimen, por lo que solo quedaba hueco para parlotear de fútbol, de la huida con un teniente de Regulares de la esposa del jefe de la sección de arbitrios, y de los veinte duros que costaba el litro de aceite en el mercado negro, una barbaridad visto que ochocientas pesetas era un gran sueldo. La anécdota es conocida:

-A pesar de lo que dice esa fábrica de mentiras que es Radio Pirenaica, la situación va mejorando. Mire, hoy tenemos buen café -decía con seriedad Eloy, el camarero de la bici azul, a don Luis, cliente habitual y magistrado de la Audiencia.

-¿Pero es café, café? -preguntaba el magistrado.

-Café, café -respondía el camarero.

-¿Pero café, café, café, Eloy? -subrayaba suspicaz el cliente.

-¡Hombre, don Luis, café, café, café?! -se disculpaba el camarero encogiéndose de hombros.

Lo que nadie sabía era que Eloy, aquel camarero que tanto echaba de Radio Pirenaica, era enlace de los maquis y les dejaba el suministro que adquiría en el Fontán en una cabaña de La Grandota.