Dentro de los trastornos que se manejan, o se intentan manejar, en el campo de la Psiquiatría, parece que la depresión o la ansiedad son más o menos comprensibles desde el profano. ¿Quién no ha estado, a veces, triste o ansioso, con o sin causa, alguna vez en la vida? Eso nos da una idea, al menos aproximada, de cómo sería un grado mayor que pudiera ya considerarse trastorno. Pero cuando hablamos de bipolaridad, parece que la idea ya no está tan clara. Pues bien, el trastorno bipolar es una disfunción del ánimo de la persona que lo padece y que tiende a manifestarse de forma cíclica, basculando entre ambos polos anímicos: la euforia y la depresión. Es decir, la persona bipolar va a pasar por épocas (fases) de euforia y alegría exultantes, y por otras de melancolía y depresión profunda.

Son los dos polos opuestos del estado anímico: polo positivo y polo negativo; pero en grado exagerado. El nivel de trastorno lo marca el exceso; cuando interfiere notablemente con la funcionalidad y el modo de vivir de quien lo padece.

Cuando el polo anímico deriva hacia lo positivo, la euforia es desbordante; y el bipolar no sólo se siente bien (que sería lo saludable), sino que se siente "superbién": feliz, magnánimo, dicharachero, omnipotente, derrochador de energía (y no pocas veces de dinero), radiante de felicidad e inagotable en su proceder. El problema es que está "pasado de rosca" y puede entrar en terrenos peligrosos o temerarios con su descontrol irreflexivo (predomina el impulso sobre la razón). Y cuando el polo anímico deriva a la depresión, se siente el ser más miserable e indigno; incapaz de funcionar, a penas, en su elemental quehacer cotidiano. Entonces sufre, y sufre mucho; porque añora el otro estado anímico o se arrepiente y culpabiliza por lo realizado entonces.

Se trata de un trastorno endógeno; es decir, un desequilibrio bioquímico del sistema nervioso que, surgiendo del interior, determina los cambios de actitud, las emociones y la conducta. No es, pues, voluntario, no se debe a factores externos; el desajuste interno es el que manda.

Por eso, su regulación requiere un tratamiento médico y farmacológico; no se puede manejar sólo con la fuerza de voluntad. Lo mismo que un diabético no puede controlar sus niveles de glucosa o carencia de insulina por medio de la voluntad.

Así debe entenderse, tanto por quien lo padece, como por sus allegados con los que convive o se relaciona afectivamente. Existen tratamientos y apoyo psicoterapéutico que pueden estabilizar el trastorno. Y merecen la pena si proporcionan equilibrio y calidad de vida.

Los familiares y allegados deben entender el problema para poder ayudar y aceptar la situación; sin críticas mordaces ni acusaciones sin sentido. Y quien lo padece, igualmente, debe aceptar su enfermedad como algo manejable con la ayuda profesional precisa.

De nada vale sufrir cuando existen posibles remedios para intentar, al menos, paliar el dolor emocional.