El miércoles fui a verte al Hospital Monte Naranco, te propuse una partida de tute, una más de las que a largo de estos años jugamos como compañeros y en las que pasara lo que pasara nunca discutimos, cosa rara en este mundo, y la cosa quedó pendiente hasta tu recuperación. Espero que donde estés ahora gozando de la paz y felicidad que sólo los buenos de corazón tienen encuentres con quien jugar.

Quiero recordarte como lo que siempre fuiste, pequeño de estatura, pero un gigante de corazón, fiel a tus principios, a unos ideales que nunca ocultaste y que, con un negocio de hostelería, había que tener mucho valor para mantenerlos siempre vivos en una sociedad como la actual.

Manolo me hizo el inmenso regalo de ser mi amigo, y aunque de mi vida se podrán borrar muchas cosas, jamás la alegría de haberlo conocido. Le admiré, le respeté siempre y estoy orgulloso de haber sido amigo de este hostelero genial.

Manolo era sincero, a veces demasiado, generoso y humilde, de mente clara y renovadora, con ese corazón asturiano de noble y eterna autenticidad. Con sus ojos azules, de mirada limpia, te veía con bondad y un toque de escéptica ironía cargada de ternura; era generoso compartiendo sus alegrías para que todos sus amigos las viviésemos y disfrutásemos.

Como hostelero, llevó a las mesas la poesía que le inspiraban sus sentimientos y siempre creyó que el cliente es algo vivo. Clientes de diferentes lugares, jóvenes, viejos, con ideas claramente opuestas a las suyas, saben perfectamente lo que en estas líneas estoy intentando decir.

Cómo le explicaré a mi nieto Javier, de 4 años, que sabiendo que estaba "malito" pedía estas últimas noches al acostarse al Ángel de la Guarda por Manolo, al que quería mucho, que desde ahora será él quien cuide de él desde ese mundo un poco mágico en que se mueven los puros de corazón.