El bar-restaurante El Dorado, o sidrería, como figura en la esquela mortuoria de José Manuel Menéndez García, en la calle González Besada, es uno de los clásicos de la buena hostelería ovetense. Ya desde la fachada y la entrada sabe uno con qué se va a encontrar y que no darán gato por liebre. Un ventanal da a la calle, al lado de la puerta: allí hay una mesa, después la barra, a mano izquierda de quien entra, y lo que pudiéramos denominar el comedor del bar. Al fondo la cocina y subiendo un par de escalones el comedor propiamente dicho, con un patio de luces detrás, al que los clientes impacientes, entre otros mi amiga Paquita Trabanco, clienta habitual de la casa en la época en la que no le habían prohibido terminantemente el tabaco (no el Gobierno, sino los médicos, a quienes, en teoría, hay que hacer más caso que a los políticos prohibicionistas), salen a fumar un pitillo entre plato y plato.

Manolo Menéndez, que era un liberal y opinaba que prohibiciones las mínimas, y mucho menos las que entorpecen el libre comercio, hubiera dejado fumar a todo el mundo si de él dependiera: pero el Gobierno es el Gobierno, las ordenanzas son las ordenanzas, aunque sean insensatas, y las multas son las multas. La imposición de la higiene (supuesta) y de la vida saludable (también supuesta) por decreto y el frenesí recaudatorio de los gobernantes (esto es mucho más importante que sus obsesivas preocupaciones por la limpieza de los pulmones de sus administrados, a quienes tanto quieren y a quienes tanto les deben, que diría una folclórica; aunque lo del "público a quien tanto le debo" que nunca se olvidaba decir Lola Flores, un político no lo reconocería jamás, ya que piensa que son los gobernados quienes deben agradecerles su dedicación y sus desvelos).

A la entrada del bar hay un escanciador escanciando sidra con unos tirantes muy evidentes; a la entrada del comedor del bar, se sentaba Manolo cuando, después de jubilado, seguía yendo todos los días a charlar con los amigos y a "estar allí". Es muy importante "estar allí". Al pintor José Gutiérrez Solana, que era, además, un excelente escritor barojiano, se le ocurrió escribir una novela y preguntándole alguien de qué trataba, Solana, que era de pocas palabras, contestó:

-Hay un general.

-¿Y qué hace el general? -siguieron preguntándole.

-Está allí -añadió y no dijo más. Era suficiente.

Manolo, después de haber servido la barra y el comedor, después de haber trabajado como sólo son capaces de trabajar los buenos hosteleros, llegada la hora del descanso "estaba allí", en su bar, sentado en su mesa, rodeado de amigos y de periódicos. En los periódicos anotaba lo que le parecía digno de ser anotado y luego lo comentaba con los clientes y amigos. Tenía una expresión dulce y voz suave, ojos azules y un aspecto inequívoco de persona bondadosa. Nunca le vi alterarse, aunque, como es natural, le preocupaba la situación política. Pero si la cosa en cuestión le parecía irremediable, se cruzaba de hombros. Es una buena manera de contemplar el paso de la vida sin que afecte demasiado. Emilio Alarcos aseguraba que era el único ejercicio que hacía al levantarse y que lo había enseñado a hacer el canónigo don José Cuesta.

Manolo había visto tanto a lo largo de sus 82 años, tantos cambios y tantas cosas que no eran lo que parecían, que ya no juzgaba oportuno alterarse por nada. Además, la barra de un bar es un excelente observatorio de la condición humana. Se aprende más desde detrás de la barra que haciendo profundos estudios de psicología.

El escanciador de la barra al que ya nos hemos referido no representaba a Manolo, pero llevaba los mismos tirantes que Manolo. Tirantes con los colores de la bandera de España. ¿Por qué no? ¿Por qué avergonzarnos de la bandera española como si fuéramos del PP, por qué despreciarla como si fuéramos del PSOE, por qué quemarla como si fuéramos separatistas? España es el único país donde una parte de los españoles no quieren ser españoles y, en consecuencia, arremeten contra la bandera. Y observamos un fenómeno curioso: la mayoría de las personas que enarbolan en cuanto se les presenta ocasión la bandera republicana, se indignan si la bandera española va adornada con el águila de dos cabezas porque creen que es el escudo de Franco cuando es el de los Austrias. Este país está desquiciado y necesita una buena lección de historia para que se le quite de la cabeza que España es un invento de Franco y la democracia un luminoso descubrimiento de Felipe González.

Manolo el de El Dorado formaba parte de los numerosos españoles silenciosos y fervorosos que aman y respetan a su bandera. De esos españoles para los que sólo hay una bandera y una sola España, y que no se esconden para pronunciar la palabra patria. Manolo pertenecía a ese grupo de gente no tan minoritario y excéntrico como supone el propio Rajoy. Pero, sentado en su bar, la política podía ser tema de conversación, pero secundario.

A El Dorado iban toda clase de clientes, pues, como ya he dicho, allí no se sirven ideas, sino excelente cocina casera. Todo el mundo que abre un restaurante y no se siente con fuerzas oratorias suficientes para intentar la "nouvelle cuisine", invoca la "cocina casera" y aún la "cocina tradicional", como si fueran garantías de calidad incuestionable. Pero si se entiende como "cocina casera" la que se hace en las casas, debemos precisar que en unas casas se come bien, en otras se come mal y en otras ni se come. Nada digamos de la "cocina tradicional" o de la "cocina de la abuela". ¿Es que por ser abuela se es buena cocinera por ciencia infusa? Mi abuela no cocinaba, y en cuanto a la cocina tradicional en el sentido de "antigua", exigiría resucitar la salsa camelina o el manjar blanco, lo que sería un disparate. Si queremos averiguar qué es cocina casera vayamos a comer a Tizón, a El Puente a la entrada de Ciudad Naranco, donde Noemi continúa la ilustre tradición culinaria del Bar Cantábrico, vayamos, en fin, a El Dorado, donde es posible comer, además de platos tradicionales como uno de los potes mejores, platos que ya apenas figuran en las cartas de los restaurantes: los calamares en su tinta con arroz blanco, los estupendos riñones al jerez... Esto es cocina casera: cocina ejecutada con sencillez y mimo, sin pedanterías ni novedades (decía Cunqueiro que hay que tener mucho cuidado con las novedades en la cocina, porque se corre el riesgo de mezclar), con buenos productos de temporada, honestamente guisada y servida y cobrada a precio razonable.

Manolo era un "dueño de bar" clásico. Ya quedan pocos, pero de extraordinaria categoría: Cholo Lobato en Casa Lobato, uno de los mejores restaurantes del norte de España; Pepe en El Tizón; Ubaldo en La Paloma... Personajes legendarios de una época legendaria de la gastronomía ovetense. Todos ellos, ahora ilustres veteranos, ahora "están allí", en el extremo de la barra de sus establecimientos, que es como el puesto de mando. Como "estaba allí" Manolo en su mesa, rodeado de amigos y periódicos.

Va a ser muy difícil entrar en El Dorado y no ver a Manolo, como es difícil entrar en Casa Alicia de Noreña y no ver, sentado al fondo, "dando lecciones de brisca", al irrepetible Aurelio Quirós, todo un alcalde. Y Manolo el de El Dorado, todo un dueño de bar. Ha muerto y es una pérdida irreparable. Pero quedan Isabel, su viuda, y Begoña, su hija, formada en excelente escuela, que seguirá sirviendo a los clientes con la eficacia y el mimo que lo hizo hasta ahora. Isabel, Begoña: lo siento, siento mucho la muerte de Manolo.